jueves, 17 de diciembre de 2015
domingo, 22 de noviembre de 2015
jueves, 12 de noviembre de 2015
miércoles, 11 de noviembre de 2015
viernes, 3 de julio de 2015
Carta desde el más allá
« Desde la Nada, durante toda una Eternidad...”
Me
resulta muy difícil decidir por dónde empezar cuando al comienzo no hay absolutamente
nada. Entonces, comencemos por el acto de mi muerte. Cuando me fusilaron, nunca
más se supo qué fue de mi cuerpo, pero tú estás imaginando lo que fue de mí, después
de que la vida abandonó mi corazón, y fui a parar al País de los Muertos.
Allí fue donde conocí a Joseph Conrad. Ambos habíamos
muerto en distintas épocas y bajo diferentes circunstancias, pero igualados por
la condición de fallecidos, no encontramos, después de la vida, una excusa para
no amarnos perdidamente durante la muerte.
Al morir se accede a la Eternidad. En el País de los
Muertos el tiempo se percibe como un fenómeno muy distinto del que percibimos
durante la vida. El pasado y el futuro ocurren en simultáneo con el presente, y
los recuerdos y el olvido pierden entonces todo su sentido; cada evento, cada
acción, cada existencia, se convierten en cosas absolutas. Es por eso que
cuando nuestros ojos, los de Conrad y los míos, se cruzaron por primera vez, en
realidad ya nos habíamos estado observando durante toda una eternidad, y así
nos enamoramos el uno del otro para siempre.
En este contexto, el sexo no era tabú, y a Conrad se le
había despertado algo más que un interés pasajero por la pederastia, en el
sentido griego, por supuesto. Lo que más le llamaba la atención, me confesó, un
poco sonrojado, era todo ese asunto de lo que él únicamente conocía como
“relaciones contra-natura”.
Pero al comienzo mi libido no tenía suficiente fuerza. La
muerte no me sentaba bien. Estaba triste y descorazonado porque no entendía las
razones de mi asesinato; o quizá sí las entendía, pero me despertaban temor y
dolor. Conrad quiso consolarme haciéndome un regalo.
— ¡Vamos de paseo!— me dijo,
y juntos, cargados de mis angustias, nos adentramos en el abismo más profundo
del País de los Muertos.
La oscuridad era absoluta, lo que había allí no eran
sombras, era la Nada misma que nos envolvía y rodeaba como una noche sin cielo,
luna o estrellas. Tampoco había horizonte, ni ningún tipo de referencia
espacial. Esto era la muerte: la ausencia de todo. Yo suspiré.
—Aquí estaremos seguros— comentó Conrad, que me había
traído al punto más recóndito del País de los Muertos para poder obrar sin
vergüenza.
Para el romance, hay que animarse a veces a hacer un poco
el ridículo; Conrad lo sabía muy bien, así que
se había procurado en aquel vacío total un espacio tranquilo donde pudiera decir
piropos y hacer cursilerías sin que los otros muertos que habitaban la Eternidad
se enteraran, y subsecuentemente pudieran hacernos bromas.
Para esta cita, Conrad llevaba puesta una galera, similar
a la que usaría el maestro de ceremonias en un circo. Me tomó las manos y las
sostuvo sobre su mano izquierda, mientras que con la mano derecha empezó a
dibujar círculos por encima de mis palmas, como si estuviera realizando un pase
de magia.
— ¡Damas y
caballeros del público, nos encontramos hoy en las mismísimas entrañas de las
tinieblas!…—En ese no-lugar, las palabras de Conrad no hacían eco contra nada,
así que su voz sonaba fuerte y vibrante.
—Si algo me ha enseñado la vida después de la muerte, es
que hay que saber hacer de tripas corazón…—Conrad se estaba haciendo un poco el
payaso, pero de a poco su mirada se fue hundiendo en mis ojos, sumergiéndose en
mí más profundamente que cualquier oscuridad de
la muerte.
—…así que, aquí mismo, te regalo el Corazón de las
tinieblas.
Se me escapó una lágrima cuando sentí que, entre sus
manos y las mías, de la Nada, se materializaba un librito pequeño de tapas
duras forradas en cuero negro. Se veía la imagen del río Congo y un corazón
ardiente en la portada. Debajo de la imagen, brillaba un título en letras
doradas: "Kitty".
Por un instante, sentí que solamente estabamos viviendo
el presente, y que había otra presencia con nosotros.
— ¿Qué pasa?— preguntó Conrad cariñosamente.
—Nada, algo… o alguien… estoy sintiendo a otra persona...
—Es tu corazón nuevo, que me está sintiendo a mí—Conrad me
rodeó con sus brazos.
—No, no es eso…—contesté con una sonrisa.
—Sí, aquí estamos solos—y
así fue como Conrad se animó a besarme.
Sentí que el calor me retornaba al pecho y de a poco se
extendía por todo mi ser. Mientras nos besábamos, la pasión nos fue inundando y
allí mismo comenzamos a desnudarnos. Rodeados de sombras y envueltos en nada,
hicimos en el vacío el amor, durante cuatro siglos de corrido.
Durante las horas, los días, semanas, meses, años y
siglos de sexo, otra cosa extraña ocurrió. Conrad, de sesenta y seis años,
llevaba una barba gris de unos tres centímetros de largo, muy prolija y peinada
de tal manera que remataba en el mentón con una forma puntiaguda pero, sólo por
un instante, de repente, sus bigotes se ennegrecieron y rápidamente se
volvieron muy finitos y alargados, como si fuesen las antenas de un insecto. En
medio del sudor y la pasión, apenas pude percibir este fenómeno y recién ahora
estoy tomando conciencia de lo que significaba pero, en aquel momento, lo olvidé
rápidamente.
Más tarde, cuando emergimos de las profundidades, Conrad
le contó las novedades a sus amigos, los demás muertos del País. Los que más lo
querían, lloraban a moco tendido cuando Conrad me presentaba ante ellos. Rápidamente,
la algarabía se difundió entre los muertos y por todas partes se fueron armando
grupos reunidos en círculos alrededor de fogatas. Sobre las brazas se tendían
unas cruces que servían para asar unos corderos muy extraños, de patas
alargadas y huesudas, como zancos, y cabezas de trombón. Me pareció que era
ciertamente un animal muy extraño para asar, pero entendía que la función de
aquello era ceremonial, antes que alimenticia, después de todo, los muertos ya
no necesitaríamos alimentarnos nunca más. Así fue como hubo, una vez, una
fiesta en el País de los Muertos.
El País era una planicie alargada, de cantos rodados y
guijarros grises, y tierra negra húmeda que era, paradójicamente, muy fértil.
Si uno miraba hacia la derecha, el paisaje se extendía por cientos de kilómetros
hasta que a lo lejos, unas sierras con distintas tonalidades de roca dibujaban
un horizonte dentado y multicolor. Hacia la izquierda, la tierra y los
guijarros gradualmente se convertían en arena hasta que la planicie comenzaba a
descender en una playa que se sumergía en un océano de color fucsia. Sobre las
olas de espuma violácea, un gran barco de tres mástiles navegaba hacia el
atardecer. Dos de los mástiles del barco eran varas gigantes de nardos,
mientras que el mástil del medio era un tallo de alelíes. Los pétalos de los nardos
y los alelíes eran las velas, que el viento llenaba, y le daban velocidad al
barco. Entre el paisaje, la algarabía de los muertos y el cariño de Conrad
llegué a sentirme muy feliz. Fue en ese contexto, cuando entró en escena el
villano de esta historia.
Ese villano era Dios.
Algún otro difunto, alguna vez, antes de morir, había
sentenciado “Dios está muerto”. Gracias a aquella frase tan simple, este Ser de
atributos tan extraños ya no sería nunca más omnipotente, ni omnipresente.
A Dios no le gustaba estar muerto. La muerte le hacía
tomar conciencia de que su propia existencia no era real. Existía, en efecto,
en tanto se podía hablar de Él, escribir su nombre, leerlo o pronunciarlo, pero
su existencia no afectaba al Mundo Real. “Dios” no era más que una palabra, y
esa palabra tenía el mismo peso en la Realidad que un personaje de ficción. Resultó
entonces que, apenas Dios hubo fallecido, pasó a formar parte del mismo Cosmos
que los demás difuntos, que Conrad y que yo.
Y se enteró al instante de los cuatro siglos de nuestro
amor.
Este sentimiento tan poderoso constituyó una amenaza para
Él. Se suponía que de la Nada, nada debía salir, y allí estabamos Conrad y yo
haciendo, en el vacío, el amor. Dos hombres muertos nos encontrábamos invocando
una demiurgia mayor que la que Él jamás supo ni sabría crear.
— ¡Solo Yo soy amor!—gritaba Dios desaforado, pero ya no
creaba nada y así la Nada ocurría. Dios era orgulloso y, al no comprender su
propia impotencia, se llenaba de prejuicios. Todos sus fundamentos se
desmoronaron y su propio pudor ante la muerte le significó un trauma. Tan ofuscado
estaba que sintió que debía oponerse a la unión entre Conrad y yo.
Esto significaba para Él aprehender nuevos atributos.
Durante los cuatro siglos de Amor, Dios aprendió a usar la magia negra. Él
sabía hacer la luz, convertir la palabra en carne, y manipulaba bastante bien
la resurrección, pero Él quería aprender a producir una reencarnación. No se
podía resucitarme a mí, porque mi cuerpo había sido desaparecido y ni siquiera Él,
en su infinita sabiduría, podía hallarme. Por su parte, los restos de Joseph
Conrad ya se encontraban demasiado descompuestos. Por ello Dios recurrió a aquel
concepto pagano de la reencarnación cuando ideó su plan para separarnos. Dios
se había convertido en el Diablo, y como tal, hizo una travesura.
El Sol ya se había
puesto detrás del barco de las velas floreadas cuando el Dios-diablo judeo-cristiano
interrumpió intempestivamente todas las celebraciones y, ante el pasmo de los muertos,
hizo desvanecer a Conrad de la Eternidad.
Al instante, comenzaron a ocurrir calamidades. Se alzaron
los vientos y se desataron tormentas. Había huracanes en el mar y tornados
sobre la planicie. El barco de las flores se hundió en el océano fucsia y los
pétalos se dispersaron en el viento. Una tormenta ominosa cubrió todo el País y
comenzó a llover granizo prendido fuego.
Dios se arrepintió inmediatamente de lo que había hecho,
pero estando Él mismo muerto, todo lo que ahora podía hacer eran meras brujerías,
y no sabía cómo remediar lo que ocurría. Su travesura había traído la catástrofe
al País de los Muertos.
El abismo más profundo, donde Conrad y yo habíamos
consumado nuestro amor, de repente se convirtió en un vértice que succionaba
todo dentro de sí mismo, y ahora el País de los Muertos entero se hundía en la
Nada y el Vacío. Pero el fenómeno era más extraño de lo que el propio Dios
hubiera podido anticipar. En lugar de verterse todo en un espiral, como si se
tratara de agua haciendo un remolino alrededor del círculo de una rejilla, el
País de los Muertos se ablandaba. La temperatura había subido insoportablemente
y todo, tierra, arena, agua, roca y horizonte se dilataban como un cubo de
hielo que se derretía. Esa masa informe era lo que el abismo de la Nada se
tragaba.
En ese momento me dí cuenta de que eras tú el responsable
de todo esto. De repente, todo tenía sentido. Recordé los bigotes alargados que
le aparecieron a Conrad en el rostro. Eran esos horribles bigotes largos y
encerados que te gusta usar a ti, y supe que aquella presencia que había
sentido, cuando me encontraba a solas con Conrad, eras tú, Salvador. Pero lo
que finalmente me hizo comprender fue la visión del paisaje derretido del País
de los Muertos, que me hizo recordar el óleo que tú llamaste "Persistencia
de la memoria". Sin embargo, en medio de todo aquel caos, no pude hacer
demasiado con aquella epifanía.
La Nada gradualmente se lo tragó todo. Dios mismo fue
devorado en la catástrofe y ahora yo me encuentro sólo, flotando en el Vacío,
aferrado al Corazón de las tinieblas. Eso fue lo que me permitió sobrevivir al
desastre. El libro que Conrad me regaló parecía tener su propia fuerza de
gravedad y flotaba, como el resto de un naufragio a la deriva, imposible de
sucumbir a la succión del Vacío. Todo lo que tuve que hacer fue aferrarme al
libro con todas mis fuerzas.
Mi pena era inconsolable. Dios me había arrebatado el
amor como el fusil, en su momento, me había arrancado la vida. El villano ahora
había desaparecido y ya no quedaban ni siquiera las ruinas de la fiesta. Las
risas y la algarabía se habían terminado, allí tan sólo sonaban mis llantos,
pero ya no había nadie que pudiera oírlos. Recién al cabo de una Eternidad de
tristeza, se me ocurrió leer el libro.
Su apariencia había cambiado un poco. La línea que antes
dibujaba el río Congo en la portada, ahora dibujaba las vías de un tren de
carga, que conducía hacia Auschwitz, y luego a Bergen-Belsen, Alemania. Cuando
abrí el libro, esto fue lo primero que leí:
Espero
confiártelo todo como hasta ahora no he podido hacerlo con nadie; confío,
también, en que tú serás para mí un gran sostén.
Se trataba del diario de una niña de trece años llamada
Ana.
Podía reconocer que el idioma era alemán, que nunca supe
hablar ni leer, pero por algún motivo comprendía el significado de las
palabras. Ana había nacido el doce de junio de mil novecientos veintinueve, en
Fráncfort del Meno, Alemania.
Tan sólo voy a traducirte unas pocas frases de una
entrada del diario, para no extender demasiado la duración de esta carta, pero
necesito que conozcas a esta niña, Salvador, para que comprendas lo que estás
haciendo.
Sábado
20 de junio de 1942
[...]no tengo la
menor intención de mostrarle a nadie este cuaderno cuyas pastas de cartón
ostentan el título de "Diario" —esto es, a menos que encuentre un
verdadero amigo o amiga— Con esto he llegado al meollo del asunto: no tengo tal
verdadero amigo. Por esta razón me propongo empezar un diario.
Voy a tratar de
explicarme con mayor claridad ya que nadie creería que una muchacha de trece
años se siente sola en el mundo. De hecho, sola no lo estoy. Tengo unos padres
amantísimos y una hermana de dieciséis años. Puedo contar una treintena de
camaradas, admiradores en abundancia, que me siguen con la mirada y que cuando
pueden me observan en clase a través de un espejito de bolsillo. Tengo
parientes, tíos y tías queridísimos, un hogar agradable. No, aparentemente no
me falta nada. Pero con mis amigos sólo puedo divertirme, los chistes de
siempre... Parece que no pudiera de veras haber un acercamiento... este es mi
problema. Tal vez me falte confianza, pero en fin, me encuentro ante los hechos
sin que pueda de ninguna manera cambiarlos. De ahí, este diario. No quiero
limitarme a llenar el diario de acontecimientos triviales como lo hace la
mayoría de las personas, quiero realzar la imagen de amiga ideal que tanto he
esperado. Mi amiga, pues, será este diario y la llamaré "Kitty"[...]
Ha ocurrido un fenómeno insólito pero afortunado. Conrad,
con esa payasada de hacer “de tripas corazón”, materializó de la Nada el
mismísimo Corazón de las tinieblas, pero fue una suerte extraña que le diera la
forma de un objeto material, un libro que se titula "Kitty" y que yo
ahora sostengo en mis manos. Conrad se encuentra desterrado de la Eternidad,
reencarnado en una niña llamada Ana. Las entradas de su diario son cartas a
esta amiga imaginaria que se llama Kitty, y yo puedo leer estas cartas en el
regalo que Conrad me ha hecho para apaciguar mi desconsuelo. A través de este Corazón
de las tinieblas, destilado en forma de diario, le puedo seguir el rastro a
Conrad, durante la vida de Ana.
Por supuesto que Ana no está enterada de todo esto, ella
no recuerda su vida anterior. Su vida presente, en cambio, mucho me temo, está
complicándose demasiado y sólo va a empeorar. Es por esto, Salvador, que debo
pedirte que pares.
Pues bien, lo que yo escribo en este diario, esta carta
desde el Más Allá, no está dirigido a Kitty, sino a ti. Quizás así logre eludir
todos los espejismos que has elaborado, y al final te alcance. Quien te habla,
Salvador, soy yo, Federico García Lorca. Déjame decirte que has realizado una suerte
de proeza metafísica el día que te enteraste de que me habían llevado, y,
subsecuentemente, fusilado. La noticia te afectó mucho, y durante toda la
jornada estuvo en tu mente, hasta que finalmente te fuiste a la cama.
Con la cabeza sobre la almohada, cuando te estabas
quedando dormido, el método paranoico-crítico se te disparó, y tu imaginación
comenzó a funcionar en sincronía con el Más Allá. Tanto te había afectado la
noticia de mi muerte, que lo que ocurrió fue que, mientras entrabas en el sueño
y te sumergías en el inconsciente, acelerabas la velocidad de tu imaginación
más allá del pasado, presente, y futuro, alcanzando efectivamente, sólo con las
fuerzas del sueño y del pensamiento, la Eternidad.
Verás, la vida de una persona es una intermitencia en la Eternidad,
todos nos encontramos entrando y saliendo constantemente de ella, y cada
período de existencia real y efectiva, desde que se nace hasta que se muere, es
lo que ustedes allí, en el Mundo de los Seres Vivos, conocen como una vida
humana. De todo esto, yo tomé consciencia sólo después de haberme muerto. Pero
esta noche, medio dormido, tú estás imaginando a la velocidad en que transcurre
entera una vida humana. Al igualar la frecuencia de intermitencia de la
existencia de una persona, logras blandir una alquimia tal que puedes invocar a
los muertos desde el Más Allá.
Déjame decirte que esto que haces es verdaderamente
sorprendente, y te felicito por ello, pero has entrado en contacto con fuerzas
que no puedes controlar. Nada, absolutamente nada, se le puede escapar a la muerte,
y tú no solo me retienes a mí, que no me dejas desvanecerme de tu recuerdo,
sino que, vaya a saber uno por qué motivo, has tomado a Joseph Conrad como el
otro personaje de tu espejismo.
Conrad es para ti tan sólo una máscara con la que
disfrazas tu inconciente para participar de una fantasía erótica conmigo, pero
entiende que has hecho que yo me enamore del fantasma del verdadero Joseph
Conrad. Tu máscara fantasmagórica representa para ti una especie de personaje
en una obra de teatro, pero los actores somos los muertos que tú has invocado. Luego,
te has traicionado, y adoptando una segunda máscara, la del mismísimo Dios esta
vez, me has quitado a Conrad, y al hacerlo te has alejado a ti mismo de mí.
Pero tu pecado no acaba allí. La proeza que has realizado
ha sido reencarnar a Conrad en esta niña, Ana. Ambos, Ana y tú, son
contemporáneos. Tú has nacido veinticinco años antes que ella, pero ella va a
morir cuarenta y cuatro años antes que tú. A pesar de que ustedes no se
conozcan, y no sean conscientes del fenómeno, algo de Salvador Dalí se
manifiesta en Ana Frank. Esa soledad, esa imposibilidad de un acercamiento que
Ana describe, es lo que te impidió aceptarme, cuando hace tantos años yo te
ofrecí mi amor.
Este recuerdo te va a matar, Salvador. Esta noche,
mientras yaces al lado Gala, ella es ajena de lo que está ocurriendo dentro
tuyo y no sabe que tu vida corre peligro. Tu mente se esconde detrás de un
fantasma, y ahora ese fantasma vive en una niña cuya vida acabará en tragedia.
Has convertido tu polución nocturna, tu sueño paranoico-crítico, en una
pesadilla surrealista. Solo yo aquí, en la Nada, sin nadie, ni siquiera Dios,
me doy cuenta de lo que te sucede, porque a fin de cuentas, no soy más que un
personaje de tu imaginación. Tu travesura te va a matar a ti y no me permite
morir a mí, por eso te pido que me olvides y que despiertes.
Estos personajes, Conrad, Dios, Ana, y todos los muertos
que puedas invocar, no son más que engaños que tú mismo te estás contando para
poder amarme sin tener que contemplar directamente tus propios miedos con los
ojos abiertos. En algún momento, cuando yo vivía, y ambos éramos jóvenes, te
busqué, pero en ese momento no te animaste a amarme. De verdad me enternece
mucho comprobar que al final sí me querías, pero ahora, a pesar de todas las
proezas que puedas realizar con mi recuerdo, nuestro amor jamás podrá ser. Nos
hemos perdido mutuamente a través de la vida y la muerte.
Hay otra cosa que te quiero pedir. Soy un recuerdo al que
no permites caer en el olvido. Tú me estas creando, pero no soy carne ni hueso,
y me tienes sólo en la Nada, en este estado tan extraño sin nacer ni morir.
Existo, pero todavía no soy real. Te pido que ahora te despiertes y me olvides,
pero cuando inevitablemente Ana muera y tú te enteres, vuelve a soñar y
reúnenos con tu fantasía. Así me podrás recordar una vez más, y yo podré estar
otra vez con la persona que amo, que es a la vez Conrad, Ana y tú. Cuando eso
ocurra, reencárnanos a todos juntos en una vida más alegre, quizás, una comedia.
¡Despierta, Salvador! »
— ¡Cielo santo!— Salvador Dalí
se despertó con sobresalto.
Inmediatamente, la memoria del
sueño comenzó a desvanecerse, el terror y la fantasía regresaban al olvido.
Antes que todo hubiera desaparecido, Salvador tomó un papel del cajón en su
mesita de luz y comenzó a escribir una trama apurada.
Gala, que se había despertado cuando Salvador encendió la
luz, le preguntó qué diablos le ocurría, a esas horas tan tempranas de la
madrugada.
—Nada, estoy anotando una idea que se me ha ocurrido—le
contestó Salvador—debo contársela mañana a Luis Buñuel.
—Déjame ver...
Gala le arrancó el papel de las manos.
« Federico ama a un
muchacho de cuerpo afeminado que se llama Conrad, que es hermano de Ana. Ana se
enamora de Federico y lo corteja hasta el hartazgo. Como, desde que apareció
Ana, Federico jamás volvió a ver a Conrad, decide casarse con Ana con la
esperanza de volver a ver a Conrad. Pero Conrad ni siquiera ha de asistir a la
boda. A la noche, en el lecho nupcial, Ana se desviste y revela que, desde un
comienzo, siempre fue Conrad disfrazado »
—No es demasiado
elaborado—comentó Gala en medio de un bostezo.
—Eso no importa esta
vez—contestó Salvador, que apagó la luz y volvió a hundir la cabeza en su
almohada—le corresponderá a ellos llenar los detalles.
lunes, 29 de junio de 2015
Otra raza de cine
Película: Una rosa para Emily
Dirección: Werner Herzog
Guión: William Peter
Blatty
Fotografía:
Stefan Czapsky
Montaje: Chris
Lebenzon
Música:
Danny Elfman
Intérpretes: Reese
Witherspoon, Brad Pitt, Billy Bob Thornton, Laurence Fishburne, Tommy Lee Jones,
Kathy Bates, Louise Fletcher.
Duración:
95 minutos
Calificación:
4/5 – Muy buena
La primera imagen que vemos es una
puerta cerrada del lado de adentro. La cámara se acerca al borde de la puerta,
por encima del picaporte, que queda fuera de cuadro, y se abre la puerta para
revelar al gentío de Jefferson, en Mississippi, una ciudad ficticia de un
condado ficticio, inventados por William Faulkner, allá por mil novecientos
treinta. El gentío, abarrotado en el porche de lo que se muestra como una
casona enmohecida y desatendida, entra lentamente. La cámara les deja el paso,
sin nunca hacer un corte, y se acomoda para seguir a la multitud hacia el
interior de la casa. A la cabeza de la fila, dos actrices curtidas avanzan con
rostros secos y severos. Son Kathy Bates, la que fue la enfermera Annie Wilkes
en el filme Misery, y Louise
Fletcher, otra enfermera famosa, la severa Ratched de Atrapado sin salida. El gentío avanza hacia un salón oscuro a la
izquierda de la puerta, mientras la cámara se rezaga ante unas escaleras
ominosas que conducen a una planta alta. La oscuridad, el color negro, se
vuelve más denso con cada escalón que asciende. Se oyen expresiones de
sorpresa, llantos y comentarios en voz baja. La cámara gira hacia la izquierda,
retoma las espaldas del gentío y avanza más allá de la multitud; por un
momento, uno sospecha que Kathy Bates ha visto directamente al centro del
lente, hacia el público en la sala de cine, que está a punto de descubrir un
cuerpo muerto en el centro de la habitación. En una sólida cama de nogal, con
la cabeza apoyada en una almohada amarilla, empalidecida por el maquillaje
soberbio de Rick Baker, yace Reese Witherspoon interpretando a la pobre Emily
Grierson, papel que probablemente le merecerá algún Oscar o Golden Globe el año
próximo. La imagen se acomoda una vez más: por encima de la cabecera de nogal
yace un retrato a lápiz de Billy Bob Thornton, que ha de interpretar al padre
de Emily en el filme. Sobre ese rostro cruel y arrugado se imprime el título
“Una rosa para Emily”.
Werner Herzog, director alemán de
setenta y tres años radicado en Los Angeles, California, ha abierto el festival
de Cannes de este año con un moderno Prometeo, una película tosca como la
criatura del Dr. Frankenstein, pero fascinante en su concepción. Como la reciente
Birdman, de Alfonso Cuarón, o El arca rusa, de Aleksandr Sukorov, allá
por el año 2002, Una rosa para Emily
pretende ser un único plano continuo, fluido y sin cortes, que Herzog logra
moldear con virtuosismo para darse el lujo de respetar las anacronías en la
estructura original del cuento de Faulkner. La historia presenta cinco
episodios en un orden no lineal, icronológico, como lo hacen con frecuencia las
películas de Quentin Tarantino. La historia que cuenta es la vida de Emily
Grierson, una solterona ermitaña heredera de la tradición Confederada del sur
de los Estados Unidos, que ha crecido subsumida a los mandatos de un padre
dominante y sobreprotector, cuya autoridad pesará sobre ella aún después de su
muerte.
La ya crecida y “legalmente rubia” Reese Witherspoon
interpreta con solvencia y dedicación a Emily, este personaje triste y trágico,
“mezcla de Norman Bates y Scarlett O’Hara”, según el propio Herzog la describe.
Es interesante reconocer que muchos actores y actrices con talento, como es el
caso de Witherspoon, han llegado a la fama interpretando papeles menores o
banales, pero que con el paso de los años, y una posición más afianzada en la
industria, han sabido balancear sus carreras entre comedias ligeras que les
permiten costear sus lujosas mansiones, y apuestas extrañas como lo es esta
Rosa para Emily, de Herzog.
Luego del descubrimiento de su muerte, nos enteramos que
la vida de Emily ha sido una decepción tras otra. Emily se había esforzado por
escapar del mundo reprimido que su padre construyó a su alrededor dentro de ese
caserón, que, en efecto, es reminiscente de la casa de Norman Bates en Psicosis, no ya por su arquitectura,
sino por la forma en que se la presenta, iluminada y encuadrada como “una
historia tenebrosa en vibrante Technicolor”; así la califican Stefan Czapsky y
Rick Carter, director de fotografía y director de arte, respectivamente.
“Werner quería que le construyéramos un mundo como el de
Scarlett O’Hara en Lo que el viento se
llevó, para que luego él lo encuadrara como si fuera una película de Alfred
Hitchcock”, explicó Rick Carter en la rueda de prensa posterior a la proyección
del filme, en Cannes. La referencia a Hitchcock debe haber sido una estrategia
que Herzog utilizó para convencer a su equipo técnico de crear un diseño de
producción clásico, del Hollywood viejo, de fines de los años 30, principios de
los 40, la época en que se hizo Lo que el
viento se llevó (y una década posterior a la publicación del cuento de
Faulkner), pero el producto final no es para nada una película clásica ni un
suspenso de Hitchcock.
Lo único que puedo decir que no me agradó del film es que
es demasiado autoconsciente, demasiado contemporáneo, para su propio bien.
Herzog ha adaptado la historia de Faulkner a la época actual, convirtiendo la
película en un acontecimiento del presente. Así, los flashbacks que narran los episodios
de la juventud de Emily nos retrotraen, desde el año dos mil quince, hacia finales
de los años ochenta, pero dentro del hogar Grierson, Emily y su padre siempre vestirán
ropa de los años sesenta.
Esta adaptación conserva el tema de la Guerra de Secesión
(subyacente en el cuento de Faulkner) pero el manejo referencial se mantiene
muy sutil. Un viejo uniforme confederado, probablemente una herencia de algún ancestro
de Emily, yace enmarcado en la pared del despacho del padre de Emily. En otra
escena, la postura histórica de la familia Grierson es establecida cuando Emily
expulsa a un pretendiente, un muchacho que viste una chaqueta de color azul (el
color de las chaquetas de la Unión), porque su padre dice que “dentro de su
hogar, nadie ha de vestir ese color”.
Billy Bob Thornton interpreta al Sr. Grierson como un
señor terrateniente de humor corto, que aprieta en todo momento un látigo entre
sus dedos envueltos en guantes con flecos de cuero. El sonido del cuero
estrujado contra el mango del látigo acompaña a Thornton cada vez que aparece
en escena. Cabe destacar aquí que la película desarrolla a los personajes
manteniendo al mínimo posible los diálogos. En la puesta de Herzog las personas
son presencias ominosas (fantasmagóricas en el caso de Kathy Bates y Louise
Fletcher) y seductoras o arrogantes en el caso de Brad Pitt, que interpreta el
papel de Homer Barron.
Cuando Emily conoce a Homer y comienza a pasearse por la
ciudad con él, este ha de ser el momento más feliz de su vida, pero la
felicidad no durará mucho. Cuando ella quiera casarse, Homer revelará no ser
del “tipo de hombres que se casan”, para luego desaparecer y no ser visto nunca
más. A partir de este punto, la vida de Emily se hunde en la depresión y
comienza a salir cada vez menos del caserón, hasta convertirse en un personaje
de los rumores en los labios de los vecinos de Jefferson. Estos rumores hacen
referencia a olores pestilentes que emanan de la casa y a extrañas compras que
había hecho Emily, cuando todavía se la veía deambular por la ciudad: arsénico
y un juego de objetos de tocador para hombre con las iniciales “H.B.” Se asocia
en el ideario colectivo la huida de Homer con la compra del arsénico y los
vecinos llegan a especular que Emily ha de estar contemplando el suicidio. Sin
embargo, el secreto que el hogar Grierson oculta es mucho más estremecedor.
El cuento de Faulkner está contado por un narrador
testigo, partícipe de la historia como un miembro más de la comunidad. En la
lectura del cuento se puede llegar a especular que este narrador ha sido uno de
los muchos pretendientes que Emily rechazó durante años, cuando su padre
todavía vivía. Sólo con Homer Emily rompió ese ciclo, dejándolo entrar en su
vida. En esta adaptación de Herzog, la narración también está contada en
primera persona. Esa cámara sin cortes, que no respeta el orden cronológico de los
acontecimientos a pesar de presentarse como un extenso plano-secuencia, es la
mirada subjetiva del personaje de Tobe, el negro. La cámara en primera persona,
es el sirviente de los Grierson, el único hombre que vivió con Emily durante
toda su vida. La película completa es su punto de vista.
Este recurso no es un invento de Herzog, la cámara en
primera persona ya se ha utilizado con anterioridad. La película Enter the void, de Gaspar Noé, cuenta lo
que es el viaje de un alma desde que abandona el cuerpo de un dealer, muerto a
balazos en el baño de un bar en Japón, hasta que logra reencarnar en el bebé
que su hermana está a punto de parir al final de la película. Enter the void, como relato completo, es
un recorrido metafísico en primera persona a través del proceso de la
reencarnación; Una rosa para Emily,
de Herzog adapta este proceso al narrador testigo del cuento de Faulkner pero
identifica al narrador con el personaje de Tobe. Así, la cámara nos permite
presenciar la vida privada de Emily dentro de la casa y salir al mundo cada vez
que el negro ha de hacer un mandado. Cuando los vecinos se le aproximan para
intentar sacarle algún chisme acerca de su ama y señora, los actores miran a
cámara, directamente hacia el público. Aquí es donde la película es, quizás, demasiado
inteligente para su propio bien, tan moderna que obnubila el sabor clásico del
relato de Faulkner y resignifica la estética sureña (estadounidense) de Lo que el viento se llevó.
Los personajes, y en especial Homer Barron, tratan al
público (que ve lo que ve el negro) como si la esclavitud todavía existiera en
el presente. No falta dentro del caserón una televisión sonando fuera de
cuadro, que relata la noticia del policía de Carolina del Sur que mató a un
hombre negro que huía de la escena de un crimen, en abril del 2015. Herzog ha encontrado en el cuento de Faulkner
un vehículo para hacer un comentario político sobre la vigencia del racismo en
algunos sectores del territorio de los Estados Unidos. Su inventiva y maestría
nos permite de todas formas gozar también de un aspecto melodramático al
presentar, como lo es quizás el narrador del cuento, al negro como uno más de
los pretendientes frustrados de la señorita Emily.
Al final de la película, el mecanismo de esta adaptación
hace entrar al negro, junto con las primas de Emily y los funcionarios de
Jefferson al cuarto de la planta alta, al final de las escaleras. Cuando
encuentran el cuerpo cuasi-momificado de Homer Barron en el lecho de Emily, el
negro se ve en el espejo del mueble de tocador y por primera vez vemos un
primer plano de Laurence Fishburne, que mira hacia el público a través del
espejo, y una transición, indudablemente generada por computadora, le
rejuvenece la cara. Presenciamos una última analepsis hacia el momento del
pasado en que Emily le pide a su sirviente que vierta el arsénico en la bebida
nocturna de Homer. Ese instante fugaz es interrumpido, y nos regresa al
presente tenebroso del final de la historia, cuando uno de los funcionarios
grita “¡Atrápenlo!”. Entonces, la cámara se apura a saltar por la ventana del
cuarto, dejando a los gritos indignados atrás, ahogándolos en el fuera de
campo, y se adentra en un callejón a los tropezones para fundirse, literal y
simbólicamente, a negro.
Al final de la proyección, como es de costumbre en Cannes,
el público estaba dividido: la mitad de los concurrentes aplaudieron la
película y la otra mitad la abuchearon. En mi humilde opinión, prefiero los
relatos clásicos en tercera persona, donde la ficción no me increpa
directamente como espectador; atrapado en el mundo real, no me gusta ser la
segunda persona de una ficción. Habiendo hecho esa aclaración, debo reconocer
que Una rosa para Emily es una
película magnífica porque juega y extiende los límites de la comunicación en su
tratamiento de la ficción, al mismo tiempo que comenta el presente socio-histórico
que engloba y preexiste a su propia realización. Películas así merecen existir,
por más extrañas o increpantes que me resulten, de lo contrario, estaríamos
nosotros también cayendo en alguna forma de racismo.
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