jueves, 12 de noviembre de 2015

miércoles, 11 de noviembre de 2015

viernes, 3 de julio de 2015

Carta desde el más allá



« Desde la Nada, durante toda una Eternidad...”

Me resulta muy difícil decidir por dónde empezar cuando al comienzo no hay absolutamente nada. Entonces, comencemos por el acto de mi muerte. Cuando me fusilaron, nunca más se supo qué fue de mi cuerpo, pero tú estás imaginando lo que fue de mí, después de que la vida abandonó mi corazón, y fui a parar al País de los Muertos.
Allí fue donde conocí a Joseph Conrad. Ambos habíamos muerto en distintas épocas y bajo diferentes circunstancias, pero igualados por la condición de fallecidos, no encontramos, después de la vida, una excusa para no amarnos perdidamente durante la muerte.
Al morir se accede a la Eternidad. En el País de los Muertos el tiempo se percibe como un fenómeno muy distinto del que percibimos durante la vida. El pasado y el futuro ocurren en simultáneo con el presente, y los recuerdos y el olvido pierden entonces todo su sentido; cada evento, cada acción, cada existencia, se convierten en cosas absolutas. Es por eso que cuando nuestros ojos, los de Conrad y los míos, se cruzaron por primera vez, en realidad ya nos habíamos estado observando durante toda una eternidad, y así nos enamoramos el uno del otro para siempre.
En este contexto, el sexo no era tabú, y a Conrad se le había despertado algo más que un interés pasajero por la pederastia, en el sentido griego, por supuesto. Lo que más le llamaba la atención, me confesó, un poco sonrojado, era todo ese asunto de lo que él únicamente conocía como “relaciones contra-natura”.
Pero al comienzo mi libido no tenía suficiente fuerza. La muerte no me sentaba bien. Estaba triste y descorazonado porque no entendía las razones de mi asesinato; o quizá sí las entendía, pero me despertaban temor y dolor. Conrad quiso consolarme haciéndome un regalo.
— ¡Vamos de paseo!— me dijo, y juntos, cargados de mis angustias, nos adentramos en el abismo más profundo del País de los Muertos.
La oscuridad era absoluta, lo que había allí no eran sombras, era la Nada misma que nos envolvía y rodeaba como una noche sin cielo, luna o estrellas. Tampoco había horizonte, ni ningún tipo de referencia espacial. Esto era la muerte: la ausencia de todo. Yo suspiré.
—Aquí estaremos seguros— comentó Conrad, que me había traído al punto más recóndito del País de los Muertos para poder obrar sin vergüenza.
Para el romance, hay que animarse a veces a hacer un poco el ridículo; Conrad lo sabía muy bien, así que se había procurado en aquel vacío total un espacio tranquilo donde pudiera decir piropos y hacer cursilerías sin que los otros muertos que habitaban la Eternidad se enteraran, y subsecuentemente pudieran hacernos bromas.
Para esta cita, Conrad llevaba puesta una galera, similar a la que usaría el maestro de ceremonias en un circo. Me tomó las manos y las sostuvo sobre su mano izquierda, mientras que con la mano derecha empezó a dibujar círculos por encima de mis palmas, como si estuviera realizando un pase de magia.
 — ¡Damas y caballeros del público, nos encontramos hoy en las mismísimas entrañas de las tinieblas!…—En ese no-lugar, las palabras de Conrad no hacían eco contra nada, así que su voz sonaba fuerte y vibrante.
—Si algo me ha enseñado la vida después de la muerte, es que hay que saber hacer de tripas corazón…—Conrad se estaba haciendo un poco el payaso, pero de a poco su mirada se fue hundiendo en mis ojos, sumergiéndose en mí más profundamente que cualquier oscuridad de la muerte.
—…así que, aquí mismo, te regalo el Corazón de las tinieblas.
Se me escapó una lágrima cuando sentí que, entre sus manos y las mías, de la Nada, se materializaba un librito pequeño de tapas duras forradas en cuero negro. Se veía la imagen del río Congo y un corazón ardiente en la portada. Debajo de la imagen, brillaba un título en letras doradas: "Kitty".
Por un instante, sentí que solamente estabamos viviendo el presente, y que había otra presencia con nosotros.
— ¿Qué pasa?— preguntó Conrad cariñosamente.
—Nada, algo… o alguien… estoy sintiendo a otra persona...
—Es tu corazón nuevo, que me está sintiendo a mí—Conrad me rodeó con sus brazos.
—No, no es eso…—contesté con una sonrisa.
—Sí, aquí estamos solos—y así fue como Conrad se animó a besarme.
Sentí que el calor me retornaba al pecho y de a poco se extendía por todo mi ser. Mientras nos besábamos, la pasión nos fue inundando y allí mismo comenzamos a desnudarnos. Rodeados de sombras y envueltos en nada, hicimos en el vacío el amor, durante cuatro siglos de corrido.
Durante las horas, los días, semanas, meses, años y siglos de sexo, otra cosa extraña ocurrió. Conrad, de sesenta y seis años, llevaba una barba gris de unos tres centímetros de largo, muy prolija y peinada de tal manera que remataba en el mentón con una forma puntiaguda pero, sólo por un instante, de repente, sus bigotes se ennegrecieron y rápidamente se volvieron muy finitos y alargados, como si fuesen las antenas de un insecto. En medio del sudor y la pasión, apenas pude percibir este fenómeno y recién ahora estoy tomando conciencia de lo que significaba pero, en aquel momento, lo olvidé rápidamente.
Más tarde, cuando emergimos de las profundidades, Conrad le contó las novedades a sus amigos, los demás muertos del País. Los que más lo querían, lloraban a moco tendido cuando Conrad me presentaba ante ellos. Rápidamente, la algarabía se difundió entre los muertos y por todas partes se fueron armando grupos reunidos en círculos alrededor de fogatas. Sobre las brazas se tendían unas cruces que servían para asar unos corderos muy extraños, de patas alargadas y huesudas, como zancos, y cabezas de trombón. Me pareció que era ciertamente un animal muy extraño para asar, pero entendía que la función de aquello era ceremonial, antes que alimenticia, después de todo, los muertos ya no necesitaríamos alimentarnos nunca más. Así fue como hubo, una vez, una fiesta en el País de los Muertos.
El País era una planicie alargada, de cantos rodados y guijarros grises, y tierra negra húmeda que era, paradójicamente, muy fértil. Si uno miraba hacia la derecha, el paisaje se extendía por cientos de kilómetros hasta que a lo lejos, unas sierras con distintas tonalidades de roca dibujaban un horizonte dentado y multicolor. Hacia la izquierda, la tierra y los guijarros gradualmente se convertían en arena hasta que la planicie comenzaba a descender en una playa que se sumergía en un océano de color fucsia. Sobre las olas de espuma violácea, un gran barco de tres mástiles navegaba hacia el atardecer. Dos de los mástiles del barco eran varas gigantes de nardos, mientras que el mástil del medio era un tallo de alelíes. Los pétalos de los nardos y los alelíes eran las velas, que el viento llenaba, y le daban velocidad al barco. Entre el paisaje, la algarabía de los muertos y el cariño de Conrad llegué a sentirme muy feliz. Fue en ese contexto, cuando entró en escena el villano de esta historia.
Ese villano era Dios.
Algún otro difunto, alguna vez, antes de morir, había sentenciado “Dios está muerto”. Gracias a aquella frase tan simple, este Ser de atributos tan extraños ya no sería nunca más omnipotente, ni omnipresente.
A Dios no le gustaba estar muerto. La muerte le hacía tomar conciencia de que su propia existencia no era real. Existía, en efecto, en tanto se podía hablar de Él, escribir su nombre, leerlo o pronunciarlo, pero su existencia no afectaba al Mundo Real. “Dios” no era más que una palabra, y esa palabra tenía el mismo peso en la Realidad que un personaje de ficción. Resultó entonces que, apenas Dios hubo fallecido, pasó a formar parte del mismo Cosmos que los demás difuntos, que Conrad y que yo.
Y se enteró al instante de los cuatro siglos de nuestro amor.
Este sentimiento tan poderoso constituyó una amenaza para Él. Se suponía que de la Nada, nada debía salir, y allí estabamos Conrad y yo haciendo, en el vacío, el amor. Dos hombres muertos nos encontrábamos invocando una demiurgia mayor que la que Él jamás supo ni sabría crear.
— ¡Solo Yo soy amor!—gritaba Dios desaforado, pero ya no creaba nada y así la Nada ocurría. Dios era orgulloso y, al no comprender su propia impotencia, se llenaba de prejuicios. Todos sus fundamentos se desmoronaron y su propio pudor ante la muerte le significó un trauma. Tan ofuscado estaba que sintió que debía oponerse a la unión entre Conrad y yo.
Esto significaba para Él aprehender nuevos atributos. Durante los cuatro siglos de Amor, Dios aprendió a usar la magia negra. Él sabía hacer la luz, convertir la palabra en carne, y manipulaba bastante bien la resurrección, pero Él quería aprender a producir una reencarnación. No se podía resucitarme a mí, porque mi cuerpo había sido desaparecido y ni siquiera Él, en su infinita sabiduría, podía hallarme. Por su parte, los restos de Joseph Conrad ya se encontraban demasiado descompuestos. Por ello Dios recurrió a aquel concepto pagano de la reencarnación cuando ideó su plan para separarnos. Dios se había convertido en el Diablo, y como tal, hizo una travesura.
 El Sol ya se había puesto detrás del barco de las velas floreadas cuando el Dios-diablo judeo-cristiano interrumpió intempestivamente todas las celebraciones y, ante el pasmo de los muertos, hizo desvanecer a Conrad de la Eternidad.
Al instante, comenzaron a ocurrir calamidades. Se alzaron los vientos y se desataron tormentas. Había huracanes en el mar y tornados sobre la planicie. El barco de las flores se hundió en el océano fucsia y los pétalos se dispersaron en el viento. Una tormenta ominosa cubrió todo el País y comenzó a llover granizo prendido fuego.
Dios se arrepintió inmediatamente de lo que había hecho, pero estando Él mismo muerto, todo lo que ahora podía hacer eran meras brujerías, y no sabía cómo remediar lo que ocurría. Su travesura había traído la catástrofe al País de los Muertos.
El abismo más profundo, donde Conrad y yo habíamos consumado nuestro amor, de repente se convirtió en un vértice que succionaba todo dentro de sí mismo, y ahora el País de los Muertos entero se hundía en la Nada y el Vacío. Pero el fenómeno era más extraño de lo que el propio Dios hubiera podido anticipar. En lugar de verterse todo en un espiral, como si se tratara de agua haciendo un remolino alrededor del círculo de una rejilla, el País de los Muertos se ablandaba. La temperatura había subido insoportablemente y todo, tierra, arena, agua, roca y horizonte se dilataban como un cubo de hielo que se derretía. Esa masa informe era lo que el abismo de la Nada se tragaba.
En ese momento me dí cuenta de que eras tú el responsable de todo esto. De repente, todo tenía sentido. Recordé los bigotes alargados que le aparecieron a Conrad en el rostro. Eran esos horribles bigotes largos y encerados que te gusta usar a ti, y supe que aquella presencia que había sentido, cuando me encontraba a solas con Conrad, eras tú, Salvador. Pero lo que finalmente me hizo comprender fue la visión del paisaje derretido del País de los Muertos, que me hizo recordar el óleo que tú llamaste "Persistencia de la memoria". Sin embargo, en medio de todo aquel caos, no pude hacer demasiado con aquella epifanía.
La Nada gradualmente se lo tragó todo. Dios mismo fue devorado en la catástrofe y ahora yo me encuentro sólo, flotando en el Vacío, aferrado al Corazón de las tinieblas. Eso fue lo que me permitió sobrevivir al desastre. El libro que Conrad me regaló parecía tener su propia fuerza de gravedad y flotaba, como el resto de un naufragio a la deriva, imposible de sucumbir a la succión del Vacío. Todo lo que tuve que hacer fue aferrarme al libro con todas mis fuerzas.
Mi pena era inconsolable. Dios me había arrebatado el amor como el fusil, en su momento, me había arrancado la vida. El villano ahora había desaparecido y ya no quedaban ni siquiera las ruinas de la fiesta. Las risas y la algarabía se habían terminado, allí tan sólo sonaban mis llantos, pero ya no había nadie que pudiera oírlos. Recién al cabo de una Eternidad de tristeza, se me ocurrió leer el libro.
Su apariencia había cambiado un poco. La línea que antes dibujaba el río Congo en la portada, ahora dibujaba las vías de un tren de carga, que conducía hacia Auschwitz, y luego a Bergen-Belsen, Alemania. Cuando abrí el libro, esto fue lo primero que leí:

Espero confiártelo todo como hasta ahora no he podido hacerlo con nadie; confío, también, en que tú serás para mí un gran sostén.

Se trataba del diario de una niña de trece años llamada Ana.
Podía reconocer que el idioma era alemán, que nunca supe hablar ni leer, pero por algún motivo comprendía el significado de las palabras. Ana había nacido el doce de junio de mil novecientos veintinueve, en Fráncfort del Meno, Alemania.
Tan sólo voy a traducirte unas pocas frases de una entrada del diario, para no extender demasiado la duración de esta carta, pero necesito que conozcas a esta niña, Salvador, para que comprendas lo que estás haciendo.

Sábado 20 de junio de 1942
[...]no tengo la menor intención de mostrarle a nadie este cuaderno cuyas pastas de cartón ostentan el título de "Diario" —esto es, a menos que encuentre un verdadero amigo o amiga— Con esto he llegado al meollo del asunto: no tengo tal verdadero amigo. Por esta razón me propongo empezar un diario.
Voy a tratar de explicarme con mayor claridad ya que nadie creería que una muchacha de trece años se siente sola en el mundo. De hecho, sola no lo estoy. Tengo unos padres amantísimos y una hermana de dieciséis años. Puedo contar una treintena de camaradas, admiradores en abundancia, que me siguen con la mirada y que cuando pueden me observan en clase a través de un espejito de bolsillo. Tengo parientes, tíos y tías queridísimos, un hogar agradable. No, aparentemente no me falta nada. Pero con mis amigos sólo puedo divertirme, los chistes de siempre... Parece que no pudiera de veras haber un acercamiento... este es mi problema. Tal vez me falte confianza, pero en fin, me encuentro ante los hechos sin que pueda de ninguna manera cambiarlos. De ahí, este diario. No quiero limitarme a llenar el diario de acontecimientos triviales como lo hace la mayoría de las personas, quiero realzar la imagen de amiga ideal que tanto he esperado. Mi amiga, pues, será este diario y la llamaré "Kitty"[...]

Ha ocurrido un fenómeno insólito pero afortunado. Conrad, con esa payasada de hacer “de tripas corazón”, materializó de la Nada el mismísimo Corazón de las tinieblas, pero fue una suerte extraña que le diera la forma de un objeto material, un libro que se titula "Kitty" y que yo ahora sostengo en mis manos. Conrad se encuentra desterrado de la Eternidad, reencarnado en una niña llamada Ana. Las entradas de su diario son cartas a esta amiga imaginaria que se llama Kitty, y yo puedo leer estas cartas en el regalo que Conrad me ha hecho para apaciguar mi desconsuelo. A través de este Corazón de las tinieblas, destilado en forma de diario, le puedo seguir el rastro a Conrad, durante la vida de Ana.
Por supuesto que Ana no está enterada de todo esto, ella no recuerda su vida anterior. Su vida presente, en cambio, mucho me temo, está complicándose demasiado y sólo va a empeorar. Es por esto, Salvador, que debo pedirte que pares.
Pues bien, lo que yo escribo en este diario, esta carta desde el Más Allá, no está dirigido a Kitty, sino a ti. Quizás así logre eludir todos los espejismos que has elaborado, y al final te alcance. Quien te habla, Salvador, soy yo, Federico García Lorca. Déjame decirte que has realizado una suerte de proeza metafísica el día que te enteraste de que me habían llevado, y, subsecuentemente, fusilado. La noticia te afectó mucho, y durante toda la jornada estuvo en tu mente, hasta que finalmente te fuiste a la cama.
Con la cabeza sobre la almohada, cuando te estabas quedando dormido, el método paranoico-crítico se te disparó, y tu imaginación comenzó a funcionar en sincronía con el Más Allá. Tanto te había afectado la noticia de mi muerte, que lo que ocurrió fue que, mientras entrabas en el sueño y te sumergías en el inconsciente, acelerabas la velocidad de tu imaginación más allá del pasado, presente, y futuro, alcanzando efectivamente, sólo con las fuerzas del sueño y del pensamiento, la Eternidad.
Verás, la vida de una persona es una intermitencia en la Eternidad, todos nos encontramos entrando y saliendo constantemente de ella, y cada período de existencia real y efectiva, desde que se nace hasta que se muere, es lo que ustedes allí, en el Mundo de los Seres Vivos, conocen como una vida humana. De todo esto, yo tomé consciencia sólo después de haberme muerto. Pero esta noche, medio dormido, tú estás imaginando a la velocidad en que transcurre entera una vida humana. Al igualar la frecuencia de intermitencia de la existencia de una persona, logras blandir una alquimia tal que puedes invocar a los muertos desde el Más Allá.
Déjame decirte que esto que haces es verdaderamente sorprendente, y te felicito por ello, pero has entrado en contacto con fuerzas que no puedes controlar. Nada, absolutamente nada, se le puede escapar a la muerte, y tú no solo me retienes a mí, que no me dejas desvanecerme de tu recuerdo, sino que, vaya a saber uno por qué motivo, has tomado a Joseph Conrad como el otro personaje de tu espejismo.
Conrad es para ti tan sólo una máscara con la que disfrazas tu inconciente para participar de una fantasía erótica conmigo, pero entiende que has hecho que yo me enamore del fantasma del verdadero Joseph Conrad. Tu máscara fantasmagórica representa para ti una especie de personaje en una obra de teatro, pero los actores somos los muertos que tú has invocado. Luego, te has traicionado, y adoptando una segunda máscara, la del mismísimo Dios esta vez, me has quitado a Conrad, y al hacerlo te has alejado a ti mismo de mí.
Pero tu pecado no acaba allí. La proeza que has realizado ha sido reencarnar a Conrad en esta niña, Ana. Ambos, Ana y tú, son contemporáneos. Tú has nacido veinticinco años antes que ella, pero ella va a morir cuarenta y cuatro años antes que tú. A pesar de que ustedes no se conozcan, y no sean conscientes del fenómeno, algo de Salvador Dalí se manifiesta en Ana Frank. Esa soledad, esa imposibilidad de un acercamiento que Ana describe, es lo que te impidió aceptarme, cuando hace tantos años yo te ofrecí mi amor.
Este recuerdo te va a matar, Salvador. Esta noche, mientras yaces al lado Gala, ella es ajena de lo que está ocurriendo dentro tuyo y no sabe que tu vida corre peligro. Tu mente se esconde detrás de un fantasma, y ahora ese fantasma vive en una niña cuya vida acabará en tragedia. Has convertido tu polución nocturna, tu sueño paranoico-crítico, en una pesadilla surrealista. Solo yo aquí, en la Nada, sin nadie, ni siquiera Dios, me doy cuenta de lo que te sucede, porque a fin de cuentas, no soy más que un personaje de tu imaginación. Tu travesura te va a matar a ti y no me permite morir a mí, por eso te pido que me olvides y que despiertes.
Estos personajes, Conrad, Dios, Ana, y todos los muertos que puedas invocar, no son más que engaños que tú mismo te estás contando para poder amarme sin tener que contemplar directamente tus propios miedos con los ojos abiertos. En algún momento, cuando yo vivía, y ambos éramos jóvenes, te busqué, pero en ese momento no te animaste a amarme. De verdad me enternece mucho comprobar que al final sí me querías, pero ahora, a pesar de todas las proezas que puedas realizar con mi recuerdo, nuestro amor jamás podrá ser. Nos hemos perdido mutuamente a través de la vida y la muerte.
Hay otra cosa que te quiero pedir. Soy un recuerdo al que no permites caer en el olvido. Tú me estas creando, pero no soy carne ni hueso, y me tienes sólo en la Nada, en este estado tan extraño sin nacer ni morir. Existo, pero todavía no soy real. Te pido que ahora te despiertes y me olvides, pero cuando inevitablemente Ana muera y tú te enteres, vuelve a soñar y reúnenos con tu fantasía. Así me podrás recordar una vez más, y yo podré estar otra vez con la persona que amo, que es a la vez Conrad, Ana y tú. Cuando eso ocurra, reencárnanos a todos juntos en una vida más alegre, quizás, una comedia.
¡Despierta, Salvador! »

— ¡Cielo santo!— Salvador Dalí se despertó con sobresalto.
Inmediatamente, la memoria del sueño comenzó a desvanecerse, el terror y la fantasía regresaban al olvido. Antes que todo hubiera desaparecido, Salvador tomó un papel del cajón en su mesita de luz y comenzó a escribir una trama apurada.
Gala, que se había despertado cuando Salvador encendió la luz, le preguntó qué diablos le ocurría, a esas horas tan tempranas de la madrugada.
—Nada, estoy anotando una idea que se me ha ocurrido—le contestó Salvador—debo contársela mañana a Luis Buñuel.
—Déjame ver...
Gala le arrancó el papel de las manos.

  « Federico ama a un muchacho de cuerpo afeminado que se llama Conrad, que es hermano de Ana. Ana se enamora de Federico y lo corteja hasta el hartazgo. Como, desde que apareció Ana, Federico jamás volvió a ver a Conrad, decide casarse con Ana con la esperanza de volver a ver a Conrad. Pero Conrad ni siquiera ha de asistir a la boda. A la noche, en el lecho nupcial, Ana se desviste y revela que, desde un comienzo, siempre fue Conrad disfrazado »

—No es demasiado elaborado—comentó Gala en medio de un bostezo.
—Eso no importa esta vez—contestó Salvador, que apagó la luz y volvió a hundir la cabeza en su almohada—le corresponderá a ellos llenar los detalles.

lunes, 29 de junio de 2015

Otra raza de cine



Película: Una rosa para Emily
Dirección: Werner Herzog
Guión: William Peter Blatty
Fotografía: Stefan Czapsky
Montaje: Chris Lebenzon
Música: Danny Elfman
Intérpretes: Reese Witherspoon, Brad Pitt, Billy Bob Thornton, Laurence Fishburne, Tommy Lee Jones, Kathy Bates, Louise Fletcher.
Duración: 95 minutos
Calificación: 4/5 – Muy buena



            La primera imagen que vemos es una puerta cerrada del lado de adentro. La cámara se acerca al borde de la puerta, por encima del picaporte, que queda fuera de cuadro, y se abre la puerta para revelar al gentío de Jefferson, en Mississippi, una ciudad ficticia de un condado ficticio, inventados por William Faulkner, allá por mil novecientos treinta. El gentío, abarrotado en el porche de lo que se muestra como una casona enmohecida y desatendida, entra lentamente. La cámara les deja el paso, sin nunca hacer un corte, y se acomoda para seguir a la multitud hacia el interior de la casa. A la cabeza de la fila, dos actrices curtidas avanzan con rostros secos y severos. Son Kathy Bates, la que fue la enfermera Annie Wilkes en el filme Misery, y Louise Fletcher, otra enfermera famosa, la severa Ratched de Atrapado sin salida. El gentío avanza hacia un salón oscuro a la izquierda de la puerta, mientras la cámara se rezaga ante unas escaleras ominosas que conducen a una planta alta. La oscuridad, el color negro, se vuelve más denso con cada escalón que asciende. Se oyen expresiones de sorpresa, llantos y comentarios en voz baja. La cámara gira hacia la izquierda, retoma las espaldas del gentío y avanza más allá de la multitud; por un momento, uno sospecha que Kathy Bates ha visto directamente al centro del lente, hacia el público en la sala de cine, que está a punto de descubrir un cuerpo muerto en el centro de la habitación. En una sólida cama de nogal, con la cabeza apoyada en una almohada amarilla, empalidecida por el maquillaje soberbio de Rick Baker, yace Reese Witherspoon interpretando a la pobre Emily Grierson, papel que probablemente le merecerá algún Oscar o Golden Globe el año próximo. La imagen se acomoda una vez más: por encima de la cabecera de nogal yace un retrato a lápiz de Billy Bob Thornton, que ha de interpretar al padre de Emily en el filme. Sobre ese rostro cruel y arrugado se imprime el título “Una rosa para Emily”.
            Werner Herzog, director alemán de setenta y tres años radicado en Los Angeles, California, ha abierto el festival de Cannes de este año con un moderno Prometeo, una película tosca como la criatura del Dr. Frankenstein, pero fascinante en su concepción. Como la reciente Birdman, de Alfonso Cuarón, o El arca rusa, de Aleksandr Sukorov, allá por el año 2002, Una rosa para Emily pretende ser un único plano continuo, fluido y sin cortes, que Herzog logra moldear con virtuosismo para darse el lujo de respetar las anacronías en la estructura original del cuento de Faulkner. La historia presenta cinco episodios en un orden no lineal, icronológico, como lo hacen con frecuencia las películas de Quentin Tarantino. La historia que cuenta es la vida de Emily Grierson, una solterona ermitaña heredera de la tradición Confederada del sur de los Estados Unidos, que ha crecido subsumida a los mandatos de un padre dominante y sobreprotector, cuya autoridad pesará sobre ella aún después de su muerte.
La ya crecida y “legalmente rubia” Reese Witherspoon interpreta con solvencia y dedicación a Emily, este personaje triste y trágico, “mezcla de Norman Bates y Scarlett O’Hara”, según el propio Herzog la describe. Es interesante reconocer que muchos actores y actrices con talento, como es el caso de Witherspoon, han llegado a la fama interpretando papeles menores o banales, pero que con el paso de los años, y una posición más afianzada en la industria, han sabido balancear sus carreras entre comedias ligeras que les permiten costear sus lujosas mansiones, y apuestas extrañas como lo es esta Rosa para Emily, de Herzog.
Luego del descubrimiento de su muerte, nos enteramos que la vida de Emily ha sido una decepción tras otra. Emily se había esforzado por escapar del mundo reprimido que su padre construyó a su alrededor dentro de ese caserón, que, en efecto, es reminiscente de la casa de Norman Bates en Psicosis, no ya por su arquitectura, sino por la forma en que se la presenta, iluminada y encuadrada como “una historia tenebrosa en vibrante Technicolor”; así la califican Stefan Czapsky y Rick Carter, director de fotografía y director de arte, respectivamente.
“Werner quería que le construyéramos un mundo como el de Scarlett O’Hara en Lo que el viento se llevó, para que luego él lo encuadrara como si fuera una película de Alfred Hitchcock”, explicó Rick Carter en la rueda de prensa posterior a la proyección del filme, en Cannes. La referencia a Hitchcock debe haber sido una estrategia que Herzog utilizó para convencer a su equipo técnico de crear un diseño de producción clásico, del Hollywood viejo, de fines de los años 30, principios de los 40, la época en que se hizo Lo que el viento se llevó (y una década posterior a la publicación del cuento de Faulkner), pero el producto final no es para nada una película clásica ni un suspenso de Hitchcock.
Lo único que puedo decir que no me agradó del film es que es demasiado autoconsciente, demasiado contemporáneo, para su propio bien. Herzog ha adaptado la historia de Faulkner a la época actual, convirtiendo la película en un acontecimiento del presente. Así, los flashbacks que narran los episodios de la juventud de Emily nos retrotraen, desde el año dos mil quince, hacia finales de los años ochenta, pero dentro del hogar Grierson, Emily y su padre siempre vestirán ropa de los años sesenta.
Esta adaptación conserva el tema de la Guerra de Secesión (subyacente en el cuento de Faulkner) pero el manejo referencial se mantiene muy sutil. Un viejo uniforme confederado, probablemente una herencia de algún ancestro de Emily, yace enmarcado en la pared del despacho del padre de Emily. En otra escena, la postura histórica de la familia Grierson es establecida cuando Emily expulsa a un pretendiente, un muchacho que viste una chaqueta de color azul (el color de las chaquetas de la Unión), porque su padre dice que “dentro de su hogar, nadie ha de vestir ese color”.
Billy Bob Thornton interpreta al Sr. Grierson como un señor terrateniente de humor corto, que aprieta en todo momento un látigo entre sus dedos envueltos en guantes con flecos de cuero. El sonido del cuero estrujado contra el mango del látigo acompaña a Thornton cada vez que aparece en escena. Cabe destacar aquí que la película desarrolla a los personajes manteniendo al mínimo posible los diálogos. En la puesta de Herzog las personas son presencias ominosas (fantasmagóricas en el caso de Kathy Bates y Louise Fletcher) y seductoras o arrogantes en el caso de Brad Pitt, que interpreta el papel de Homer Barron.
Cuando Emily conoce a Homer y comienza a pasearse por la ciudad con él, este ha de ser el momento más feliz de su vida, pero la felicidad no durará mucho. Cuando ella quiera casarse, Homer revelará no ser del “tipo de hombres que se casan”, para luego desaparecer y no ser visto nunca más. A partir de este punto, la vida de Emily se hunde en la depresión y comienza a salir cada vez menos del caserón, hasta convertirse en un personaje de los rumores en los labios de los vecinos de Jefferson. Estos rumores hacen referencia a olores pestilentes que emanan de la casa y a extrañas compras que había hecho Emily, cuando todavía se la veía deambular por la ciudad: arsénico y un juego de objetos de tocador para hombre con las iniciales “H.B.” Se asocia en el ideario colectivo la huida de Homer con la compra del arsénico y los vecinos llegan a especular que Emily ha de estar contemplando el suicidio. Sin embargo, el secreto que el hogar Grierson oculta es mucho más estremecedor.
El cuento de Faulkner está contado por un narrador testigo, partícipe de la historia como un miembro más de la comunidad. En la lectura del cuento se puede llegar a especular que este narrador ha sido uno de los muchos pretendientes que Emily rechazó durante años, cuando su padre todavía vivía. Sólo con Homer Emily rompió ese ciclo, dejándolo entrar en su vida. En esta adaptación de Herzog, la narración también está contada en primera persona. Esa cámara sin cortes, que no respeta el orden cronológico de los acontecimientos a pesar de presentarse como un extenso plano-secuencia, es la mirada subjetiva del personaje de Tobe, el negro. La cámara en primera persona, es el sirviente de los Grierson, el único hombre que vivió con Emily durante toda su vida. La película completa es su punto de vista.
Este recurso no es un invento de Herzog, la cámara en primera persona ya se ha utilizado con anterioridad. La película Enter the void, de Gaspar Noé, cuenta lo que es el viaje de un alma desde que abandona el cuerpo de un dealer, muerto a balazos en el baño de un bar en Japón, hasta que logra reencarnar en el bebé que su hermana está a punto de parir al final de la película. Enter the void, como relato completo, es un recorrido metafísico en primera persona a través del proceso de la reencarnación; Una rosa para Emily, de Herzog adapta este proceso al narrador testigo del cuento de Faulkner pero identifica al narrador con el personaje de Tobe. Así, la cámara nos permite presenciar la vida privada de Emily dentro de la casa y salir al mundo cada vez que el negro ha de hacer un mandado. Cuando los vecinos se le aproximan para intentar sacarle algún chisme acerca de su ama y señora, los actores miran a cámara, directamente hacia el público. Aquí es donde la película es, quizás, demasiado inteligente para su propio bien, tan moderna que obnubila el sabor clásico del relato de Faulkner y resignifica la estética sureña (estadounidense) de Lo que el viento se llevó.
Los personajes, y en especial Homer Barron, tratan al público (que ve lo que ve el negro) como si la esclavitud todavía existiera en el presente. No falta dentro del caserón una televisión sonando fuera de cuadro, que relata la noticia del policía de Carolina del Sur que mató a un hombre negro que huía de la escena de un crimen, en abril del 2015.  Herzog ha encontrado en el cuento de Faulkner un vehículo para hacer un comentario político sobre la vigencia del racismo en algunos sectores del territorio de los Estados Unidos. Su inventiva y maestría nos permite de todas formas gozar también de un aspecto melodramático al presentar, como lo es quizás el narrador del cuento, al negro como uno más de los pretendientes frustrados de la señorita Emily.
Al final de la película, el mecanismo de esta adaptación hace entrar al negro, junto con las primas de Emily y los funcionarios de Jefferson al cuarto de la planta alta, al final de las escaleras. Cuando encuentran el cuerpo cuasi-momificado de Homer Barron en el lecho de Emily, el negro se ve en el espejo del mueble de tocador y por primera vez vemos un primer plano de Laurence Fishburne, que mira hacia el público a través del espejo, y una transición, indudablemente generada por computadora, le rejuvenece la cara. Presenciamos una última analepsis hacia el momento del pasado en que Emily le pide a su sirviente que vierta el arsénico en la bebida nocturna de Homer. Ese instante fugaz es interrumpido, y nos regresa al presente tenebroso del final de la historia, cuando uno de los funcionarios grita “¡Atrápenlo!”. Entonces, la cámara se apura a saltar por la ventana del cuarto, dejando a los gritos indignados atrás, ahogándolos en el fuera de campo, y se adentra en un callejón a los tropezones para fundirse, literal y simbólicamente, a negro.
Al final de la proyección, como es de costumbre en Cannes, el público estaba dividido: la mitad de los concurrentes aplaudieron la película y la otra mitad la abuchearon. En mi humilde opinión, prefiero los relatos clásicos en tercera persona, donde la ficción no me increpa directamente como espectador; atrapado en el mundo real, no me gusta ser la segunda persona de una ficción. Habiendo hecho esa aclaración, debo reconocer que Una rosa para Emily es una película magnífica porque juega y extiende los límites de la comunicación en su tratamiento de la ficción, al mismo tiempo que comenta el presente socio-histórico que engloba y preexiste a su propia realización. Películas así merecen existir, por más extrañas o increpantes que me resulten, de lo contrario, estaríamos nosotros también cayendo en alguna forma de racismo.