lunes, 27 de abril de 2015

Mirar por la ventana

Existen dos libros con el título “El mundo perdido”. El primero fue escrito por Arthur Conan Doyle a principios del siglo XX, y cuenta la historia de una expedición inglesa hacia una región de América del Sur en donde aún sobreviven animales prehistóricos. Tengo dos copias de esa novela: una muy práctica, de cubierta blanda y tamaño reducido (sin embargo, no es una edición de bolsillo); y otra, hermosa, de tapas duras, acompañada de unas ilustraciones alucinantes. Esa novela todavía no la he leído.
El segundo libro lo escribió Michael Crichton a finales del siglo XX. Esta vez, un grupo de norteamericanos ha de regresar a un archipiélago de América Central donde aún sobreviven los dinosaurios que habían sido resucitados, mediante la ingeniería genética, en una novela anterior, Parque Jurásico. El título de esta segunda novela es un homenaje a la obra de Arthur Conan Doyle.
Un día, hacia finales del siglo XX, fui con mi abuela Virginia y mi tío Marcelo al supermercado. Era un “Tía Express” ubicado sobre la avenida Pavón, muy cerca de la Estación Lanús. Mi abuela, que se sentía generosa, me quiso hacer un regalo y me dijo que eligiera cualquier cosa que me gustara de la góndola de los juguetes (pienso que a Marcelo no le habría gustado demasiado esa idea porque era él quien luego tendría que pagar la cuenta). Al lado de la góndola de los juguetes había un “giralibros” de metal donde una portada en particular se destacaba del resto: se veía una jungla verde recortando un horizonte contra un fondo amarillo, en cuyo borde una mancha roja simbolizaba el Sol Naciente (otro libro de Crichton), y, sobre ese amarillo, la silueta negra del cráneo de un Tiranosaurio Rex descendía de forma que parecía que se iba a comer al sol. Era genial. En la parte inferior de la portada se leía, en mayúsculas rojas, “EL MUNDO PERDIDO”. Le dije a mi abuela que quería ese libro.
Originalmente, la novela se publicó en mil novecientos noventa y cinco pero a mí me llegó en el noventa y siete. Era parte de la colección Grandes Novelistas, de la editorial Emecé. En el contexto del Tía Express funcionaba más bien como paratexto y merchandising de su propia adaptación cinematográfica, que se estrenaría al año siguiente. En la esquina superior derecha de la portada, una calcomanía redonda arruina el diseño pero aclara sutilmente: “Parque Jurásico II”. Para ser sincero, eso fue lo que me atrajo. En ese momento, yo tenía once años y, en el cine, la primera película me había fascinado, pero esto era un objeto de cuatrocientas cincuenta y seis páginas, y no sabía en lo que me estaba metiendo. La historia desarrolla al personaje de Ian Malcom, que es un teórico obsesionado con la teoría del caos, que, resumida violentamente, explica algo así como la imprevisibilidad de los sistemas (matemáticos) complejos. La premisa de la novela es que una isla llena de criaturas prehistóricas resucitadas es un sistema complejo y, por lo tanto, imprevisible. Para colmo de males, la empresa que había creado a los animales en la novela anterior, quería regresar a la isla, cazarlos y llevárselos al continente. Muchas páginas están dedicadas a explicar los mecanismos de la teoría del caos, de la política empresarial y unos cuantos datos acerca de la ingeniería genética, que justificaban la trama del libro. Ahora que lo pienso, es una novela de aventuras y ciencia ficción hecha y derecha, pero en ese momento yo quería fantasear de una forma más alegre, leer cómo los dinosaurios se comían a la gente, y sentir la emoción que me producía la música de las películas. Luego de llevarme el libro a casa y ojearlo un rato, no lo leí.
Cinco años más tarde, en enero del año dos mil dos, viajé con mi papá y con mi hermano a la provincia de Neuquén. Mis enseres para el viaje eran un discman Aiwa, con un disco de versiones sinfónicas de las canciones de Queen, y el libro El mundo perdido. Por suerte, puedo decir que no leí absolutamente nada durante esas vacaciones. Me recuerdo paseando en barco por el lago Nahuel Huapí, escuchando a todo volumen una versión orquestal de la canción “I want it all”. Sin embargo, cuando llegó el momento de regresar a casa, había que emprender un viaje en micro de veintidós horas. Partimos por la tarde y durante las primeras horas del viaje tuve la compañía de mi hermano y del discman, con ese único disco, que reproduje hasta el hartazgo. Pero luego se hizo la noche, mi hermano y mi papá se durmieron y al discman se le habían agotado las pilas. Entonces ahí estábamos, El mundo perdido y yo, solos por fin, en un micro a oscuras, viajando de noche.
Afuera, detrás de la ventana, sonaban las ruedas del micro sobre la ruta húmeda, mientras una tormenta cubría el cielo y pronto se largaría a llover; adentro, se escuchaba el siseo del aire acondicionado y las respiraciones de los pasajeros dormidos. La iluminación interna del micro había sido apagada, pero las luces individuales ubicadas sobre cada asiento se podían encender. Eran luces para los pasajeros insomnes. Finalmente, abrí el libro y comencé a leer.
En ese viaje devoré trescientas páginas. Fue como sumergirme en un trance. El libro seguía siendo el mismo que me habían regalado hacía ya varios años, pero el contexto se había vuelto completamente propicio. La oscuridad, la luz amarillenta, el calorcito entre los asientos, las gotas contra el vidrio. Llovía sobre nosotros y lejos de la ruta, sobre el horizonte, las nubes estaban completamente electrificadas, descargando en el campo unos relámpagos impresionantes. El micro tenía dos pisos y nuestro asiento en el piso de arriba tenía una perspectiva privilegiada del escenario, como la de un palco. La escena era una ruta veloz, desplazándose de derecha a izquierda con una tormenta y relámpagos en el fondo. Como estaba en la “butaca” del pasillo, mi visión incluía los bordes de la ventana, que enmarcaban la tormenta, y a mi hermano, que atorraba delante de las luces de los rayos; mientras tanto, yo leía.
Qué peculiar que del libro no recuerde tanto su historia sino el momento de placer que significó su lectura. La parte que nunca me voy a olvidar es una escena donde un niño queda atrapado en una jaula con una cerradura especial que se trababa automáticamente. El llavero con la llave que abría el mecanismo había quedado enganchado entre las pezuñas de un velocirraptor, que se acababa de escapar a las corridas. Estos animales, explicaba la novela, corren como los chitas, entonces uno de los cazadores había tomado un rifle y salido a perseguirlo montando en una moto. Era una escena de persecución en la que había que alcanzar al animal a toda prisa, darle muerte (porque no se iba a dejar sacar el llavero de las patas) y regresar lo más pronto posible para liberar al niño. La descripción de la velocidad de la moto y del velocirraptor se mezclaba con la sensación de movimiento que producían el micro, la ruta y los relámpagos. El momento emocionante se había dado. En la literatura sola jamás encontraría de vuelta esa emoción, pero un viaje en micro sin un libro ya nunca sería lo mismo. Luego tardé dos meses más para terminar las ciento cincuenta páginas que me quedaban del libro. El hechizo del viaje se había roto.
Me produce un poco de rechazo escribir sobre Parque Jurásico o El mundo perdido cuando en algún momento de este dos mil quince se va a estrenar una cuarta película de lo que ahora es una franquicia cinematográfica. No me interesa hacerle publicidad a ese producto. Veo la publicidad, con la musiquita que tanto me gusta, y pienso que el estudio Universal está lucrando con la nostalgia por una historia del siglo pasado; y que lo que permanece de las novelas y películas anteriores son sólo los elementos más superficiales. Pero esto no es más que la contaminación de una pretendida pérdida de la inocencia, que en mi caso me genera un poco de cinismo. Si hoy tuviera once años, esa película me encantaría. Saqué de la biblioteca los volúmenes de ambos libros de Michael Crichton (quién, lamentablemente, murió en el año dos mil ocho) y, en las contratapas, estas novelas están calificadas como thrillers. “Thrill” significa emoción, entusiasmo o excitación en inglés. Los thrillers usan el suspenso, la tensión y la excitación como sus principales elementos, que le dan al lector niveles elevados de anticipación, expectación, incertidumbre, sospecha, ansiedad y terror. Muy divertido. Uso las palabras “contaminación” y “cinismo” porque con los años me había olvidado de ese tipo de entusiasmos y, hoy por hoy, el placer de la lectura me produce, en cambio, relajación, reflexión, distracción, aprendizaje; es como si hubiese cambiado el tequila por el vino, o el café por el té de tilo.
Sin embargo, cada dos por tres, viajando en micro, tren o colectivo, tengo en mis manos alguna que otra novela fascinante y, por las dudas, trato siempre de no olvidar mirar por la ventana.

martes, 21 de abril de 2015

Autorretrato con anécdota (ejercicio de apropiación de estilo)



Señores y señoritas, me llamo Juan, Juan Gabriel Lescano… y tengo veintinueve años. Nací en el Instituto Médico de Obstetricia, en el barrio de Balvanera de la Capital Federal, pero crecí y me crié en Lanús Oeste, provincia de Buenos Aires. Cosas que recuerdo de la infancia son las milanesas de mi vieja, los fideos a la bolognesa de mi abuela y la pizza del patio de comidas del Alto Avellaneda. Mi signo es Piscis, como el de García Márquez, pero lo siento: esto no es necesariamente apropiarme del estilo del Gabo; es tan sólo hacer uso de lugares comunes.
Al comienzo pensé en aprovechar la coincidencia del signo de Piscis y del nombre Gabriel para justificar este estilo. Pero mientras escribo me doy cuenta de que la apropiación de un estilo no se basa en la repetición de palabras y frases como “Gabriel”, “Piscis”, “lugares comunes” o “lo siento”, sino en la comprensión del tono y la actitud del autor.
Hay una falsa modestia en el Gabo, siendo el escritor que es, cuando dice que escribe por timidez, que pelea a trompadas contra las palabras (que es bruto para escribir) o que no sabe lo que es la literatura. Quizá sea cierto, no dudo que sienta timidez o de que desee que sus amigos lo quieran más, pero también es cierto que reconoce que su ser escritor es un mérito descomunal y que, siendo un premio nobel, se anima a sugerir una utilidad humana del terrorismo.
            Así que bueno…
Me encantaría dedicarme a la escritura pero no estudio Letras porque no tengo la paciencia suficiente. Prefiero estudiar Artes, que me resulta más hedonista. Por otro lado, salen más escritores de la Facultad de Ciencias Sociales que de Filosofía & Letras, ténganlo en cuenta.
Me encuentro indeciso entre dos especialidades dentro de la carrera de Artes. Las alternativas son artes combinadas (cine y teatro) o artes plásticas. Vocacionalmente, mi arte es el cine. Aprendí el hacer cinematográfico en el Centro de Formación Profesional del Sindicato de Cine, el S.I.C.A., y actualmente me expreso realizando cortometrajes con amigos de otras facultades. Pero en esta carrera, una mitad completa de las artes combinadas es el teatro y esa mitad no me atrae tanto. Dudo si puedo dedicarle el cincuenta por ciento de mis esfuerzos a un tema que no me interesa profundizar en demasía, entonces, la opción de las artes plásticas me resulta una variante interesante. En todo caso, sería ideal que las artes combinadas fueran el cine y la literatura o el cine y la pintura, pero eso, por el momento, es una fantasía.
Creo en los géneros y los disfruto. Los que más adoro son los que imaginan mundos imposibles y situaciones improbables: la aventura, la fantasía y la ciencia ficción.
Últimamente también me atraen los policiales; esto es interesante… quizá, al acariciar los treinta años, mis gustos se están tornando más mundanos. Permanecen en mi recuerdo, cada vez más frecuentemente, imágenes que observo desde el colectivo o situaciones que me ocurren en la calle.
La otra vez, por ejemplo, vi a un cieguito acercándose a la salida de la estación de subte Puan y lo tomé del brazo para ayudarlo a llegar a las escaleras eléctricas. Hablamos por un momento (no me acuerdo su nombre) hasta que el cieguito sintió que nos encontrábamos afuera y me dijo “nooo, yo quería ir adentro, hermano”; y siguió “adentro está calentito…
Claro, él quería traspasar los molinetes y bajar al andén, porque afuera era invierno y hacía frío; pero como él era ciego y yo estaba apurado, lo vi alineado con la escalera mecánica y me apuré a facilitarle la salida.
Dimos media vuelta y volvimos a bajar hacia la estación. Pero yo ya estaba llegando tarde a una clase y me preocupaba que no pudiera acompañarlo más allá de los molinetes. Por suerte, otra persona que se encontraba allí tomó del brazo al cieguito y lo ayudó a seguir y yo me desentendí del asunto.
Escribo, en última instancia, para expresar ideas. Y las ideas que genera el mecanismo de mi mente terminan siendo recuerdos ilustrados como peripecias, a la manera de las imágenes que vi en la televisión cuando era niño. La verdad, yo debería estar filmando películas como Parque Jurásico, pero la realidad es que no me alcanza la personalidad para competir en la industria cinematográfica y que, por más expresivo y artístico que sea, el cine, y en especial el cine de efectos especiales, es un medio muy costoso. La literatura me permite hacer explotar planetas o revivir dinosaurios sin gastar nada... más que palabras, tinta y alguna que otra resma de hojas A4. A fin de cuentas, en efecto, este es un lugar seguro, y solitario. Quizá no sea un gran escritor, o mejor dicho, un escritor literario, sin embargo soy un orador grandilocuente. Antes que redactar textos, prefiero registrar las ideas que se me ocurren cuando pienso en voz alta. Esa es la suma de mi proceso.