Existen
dos libros con el título “El mundo perdido”. El primero fue escrito por Arthur
Conan Doyle a principios del siglo XX, y cuenta la historia de una expedición
inglesa hacia una región de América del Sur en donde aún sobreviven animales
prehistóricos. Tengo dos copias de esa novela: una muy práctica, de cubierta
blanda y tamaño reducido (sin embargo, no es una edición de bolsillo); y otra,
hermosa, de tapas duras, acompañada de unas ilustraciones alucinantes. Esa
novela todavía no la he leído.
El
segundo libro lo escribió Michael Crichton a finales del siglo XX. Esta vez, un
grupo de norteamericanos ha de regresar a un archipiélago de América Central
donde aún sobreviven los dinosaurios que habían sido resucitados, mediante la
ingeniería genética, en una novela anterior, Parque Jurásico. El título de esta
segunda novela es un homenaje a la obra de Arthur Conan Doyle.
Un
día, hacia finales del siglo XX, fui con mi abuela Virginia y mi tío Marcelo al
supermercado. Era un “Tía Express” ubicado sobre la avenida Pavón, muy cerca de
la Estación Lanús. Mi abuela, que se sentía generosa, me quiso hacer un regalo
y me dijo que eligiera cualquier cosa que me gustara de la góndola de los
juguetes (pienso que a Marcelo no le habría gustado demasiado esa idea porque
era él quien luego tendría que pagar la cuenta). Al lado de la góndola de los
juguetes había un “giralibros” de metal donde una portada en particular se
destacaba del resto: se veía una jungla verde recortando un horizonte contra un
fondo amarillo, en cuyo borde una mancha roja simbolizaba el Sol Naciente (otro
libro de Crichton), y, sobre ese
amarillo, la silueta
negra del cráneo de un Tiranosaurio Rex descendía de forma que parecía que se iba
a comer al sol. Era genial. En la parte inferior de la portada se leía, en mayúsculas
rojas, “EL MUNDO
PERDIDO”. Le dije a mi abuela que quería ese libro.
Originalmente, la novela se publicó en
mil novecientos noventa y cinco pero a mí me llegó en el noventa y siete. Era
parte de la colección Grandes Novelistas, de la editorial Emecé. En el contexto
del Tía Express funcionaba más bien como paratexto y merchandising de su propia
adaptación cinematográfica, que se estrenaría al año siguiente. En la esquina
superior derecha de la portada, una calcomanía redonda arruina el diseño pero
aclara sutilmente: “Parque Jurásico II”. Para ser sincero, eso fue lo que me
atrajo. En ese momento, yo tenía once años y, en el cine, la primera película
me había fascinado, pero esto era un objeto de cuatrocientas cincuenta y seis páginas,
y no sabía en lo que me estaba metiendo. La historia desarrolla al personaje de
Ian Malcom, que es un teórico obsesionado con la teoría del caos, que, resumida
violentamente, explica algo así como la imprevisibilidad de los sistemas (matemáticos)
complejos. La premisa de la novela es que una isla llena de criaturas
prehistóricas resucitadas es un sistema complejo y, por lo tanto, imprevisible.
Para colmo de males, la empresa que había creado a los animales en la novela
anterior, quería regresar a la isla, cazarlos y llevárselos al continente.
Muchas páginas están dedicadas a explicar los mecanismos de la teoría del caos,
de la política empresarial y unos cuantos datos acerca de la ingeniería
genética, que justificaban la trama del libro. Ahora que lo pienso, es una
novela de aventuras y ciencia ficción hecha y derecha, pero en ese momento yo
quería fantasear de una forma más alegre, leer cómo los dinosaurios se comían a
la gente, y sentir la emoción que me producía la música de las películas. Luego
de llevarme el libro a casa y ojearlo un rato, no lo leí.
Cinco
años más tarde, en enero del año dos mil dos, viajé con mi papá y con mi
hermano a la provincia de Neuquén. Mis enseres para el viaje eran un discman
Aiwa, con un disco de versiones sinfónicas de las canciones de Queen, y el
libro El mundo perdido. Por suerte, puedo decir que no leí absolutamente nada
durante esas vacaciones. Me recuerdo paseando en barco por el lago Nahuel
Huapí, escuchando a todo volumen una versión orquestal de la canción “I want it
all”. Sin embargo, cuando llegó el momento de regresar a casa, había que
emprender un viaje en micro de veintidós horas. Partimos por la tarde y durante
las primeras horas del viaje tuve la compañía de mi hermano y del discman, con
ese único disco, que reproduje hasta el hartazgo. Pero luego se hizo la noche,
mi hermano y mi papá se durmieron y al discman se le habían agotado las pilas.
Entonces ahí estábamos, El mundo perdido y yo, solos por fin, en un micro a
oscuras, viajando de noche.
Afuera,
detrás de la ventana, sonaban las ruedas del micro sobre la ruta húmeda, mientras
una tormenta cubría el cielo y pronto se largaría a llover; adentro, se
escuchaba el siseo del aire acondicionado y las respiraciones de los pasajeros
dormidos. La iluminación interna del micro había sido apagada, pero las luces
individuales ubicadas sobre cada asiento se podían encender. Eran luces para
los pasajeros insomnes. Finalmente, abrí el libro y comencé a leer.
En
ese viaje devoré trescientas páginas. Fue como sumergirme en un trance. El
libro seguía siendo el mismo que me habían regalado hacía ya varios años, pero
el contexto se había vuelto completamente propicio. La oscuridad, la luz
amarillenta, el calorcito entre los asientos, las gotas contra el vidrio. Llovía
sobre nosotros y lejos de la ruta, sobre el horizonte, las nubes estaban
completamente electrificadas, descargando en el campo unos relámpagos
impresionantes. El micro tenía dos pisos y nuestro asiento en el piso de arriba
tenía una perspectiva privilegiada del escenario, como la de un palco. La escena
era una ruta veloz, desplazándose de derecha a izquierda con una tormenta y
relámpagos en el fondo. Como estaba en la “butaca” del pasillo, mi visión
incluía los bordes de la ventana, que enmarcaban la tormenta, y a mi hermano,
que atorraba delante de las luces de los rayos; mientras tanto, yo leía.
Qué
peculiar que del libro no recuerde tanto su historia sino el momento de placer
que significó su lectura. La parte que nunca me voy a olvidar es una escena
donde un niño queda atrapado en una jaula con una cerradura especial que se
trababa automáticamente. El llavero con la llave que abría el mecanismo había
quedado enganchado entre las pezuñas de un velocirraptor, que se acababa de
escapar a las corridas. Estos animales, explicaba
la novela, corren como los chitas, entonces uno de los cazadores había tomado
un rifle y salido a perseguirlo montando en una moto. Era una escena de persecución
en la que había que alcanzar al animal a toda prisa, darle muerte (porque no se
iba a dejar sacar el llavero de las patas) y regresar lo más pronto posible
para liberar al niño. La descripción de la velocidad de la moto y del
velocirraptor se mezclaba con la sensación de movimiento que producían el
micro, la ruta y los relámpagos. El momento emocionante se había dado. En la literatura
sola jamás encontraría de vuelta esa emoción, pero un viaje en micro sin un
libro ya nunca sería lo mismo. Luego tardé dos meses más para terminar las
ciento cincuenta páginas que me quedaban del libro. El hechizo del viaje se había
roto.
Me
produce un poco de rechazo escribir sobre Parque Jurásico o El mundo perdido
cuando en algún momento de este dos mil quince se va a estrenar una cuarta
película de lo que ahora es una franquicia cinematográfica. No me interesa
hacerle publicidad a ese producto. Veo la publicidad, con la musiquita que
tanto me gusta, y pienso que el estudio Universal está lucrando con la
nostalgia por una historia del siglo pasado; y que lo que permanece de las
novelas y películas anteriores son sólo los elementos más superficiales. Pero esto
no es más que la contaminación de una pretendida pérdida de la inocencia, que
en mi caso me genera un poco de cinismo. Si hoy tuviera once años, esa película
me encantaría. Saqué de la biblioteca los volúmenes de ambos libros de Michael
Crichton (quién, lamentablemente, murió en el año dos mil ocho) y, en las
contratapas, estas novelas están
calificadas como thrillers. “Thrill” significa emoción, entusiasmo o excitación
en inglés. Los thrillers usan el suspenso, la tensión y la excitación como sus
principales elementos, que le dan al lector niveles elevados de anticipación,
expectación, incertidumbre, sospecha, ansiedad y terror. Muy divertido. Uso las
palabras “contaminación” y “cinismo” porque con los años me había olvidado de
ese tipo de entusiasmos y, hoy por hoy,
el
placer de la lectura me produce, en cambio, relajación, reflexión, distracción,
aprendizaje; es como si hubiese cambiado el tequila por el vino, o el café por
el té de tilo.
Sin
embargo, cada dos por tres, viajando en micro, tren o colectivo, tengo en mis
manos alguna que otra novela fascinante y, por las dudas, trato siempre de no
olvidar mirar por la ventana.