“Apreté el billete de cien pesos en la mano mientras
iba por Brandsen hacia la estación. La vista de las calles llenas de gente de
compras y bañadas en luz de mercurio me hizo recordar el propósito de mi viaje.
Me senté en un vagón de tercera de un tren vacío. Después de una demora
intolerable, el tren salió lento de la estación y se arrastró cuesta arriba
entre casas en ruinas y sobre el río rutilante. En la estación de Baradero, la
multitud se apelotonaba a las puertas del vagón; pero los conductores la
rechazaron diciendo que éste era un tren especial al circo. Seguí solo en el
vagón vacío. En unos minutos, el tren se arrimó a una improvisada plataforma de
madera. Bajé a la calle y vi en la iluminada esfera de un reloj que eran las
diez menos diez. Frente a mí había un edificio que mostraba el mágico nombre”.
VITTORIO HNOS. S.A. El cartel
dominaba el frente de la fábrica. Unas letras gruesas, de chapa negra,
sobresalían del borde de la pared. Sobre la cara de cada letra, la misma letra
se repetía rotulada en tubos de neón. El brillo rojo-anaranjado deletreaba sobre
un fondo negro el nombre de la familia Vittorio. El diseño de la tipografía se completaba
con extrusiones de cobre sobre los bordes de las letras. El cobre había sido
pulido con una finura tan exagerada que saturaba el brillo del neón.
Un desperfecto técnico menguaba la
arrogancia del cartel y retrocedía toda la fábrica en el tiempo, a los
comienzos toscos y humildes de la empresa; la O del medio y la H no funcionaban,
se leía "VITT RIO NOS. S.A."
La fachada del edificio abarcaba toda la cuadra pero la
fábrica sólo ocupaba un tercio de la manzana. Era un edificio de ladrillos
rojos con amplios ventanales en el frente (orientado hacia el Este) que
aprovechaban la luz de la mañana. Debajo de los ventanales, tres rectángulos
gigantes interrumpían las hileras de ladrillos. Eran las persianas enormes de
las aberturas por donde se cargaba la mercadería a los camiones para luego ser
distribuida por todo el Norte de la provincia de Buenos Aires. Un sin fin de
calles, esquinas y plazas eran iluminadas por las noches con las lámparas de
descarga de gas que fabricaban los hermanos Vittorio.
Las tres persianas se elevaban un metro sobre el suelo
para acomodar la altura de los camiones, que mañana remontarían las vías del
tren, hacia las carpas del circo. A su izquierda, justo antes de la vuelta de
la esquina, se encontraban abiertas las hojas pesadas de un portón de acero por
donde entraban los obreros a la planta.
Podía oler las emisiones del fósforo, el mercurio y el
neón —y quién sabe qué otros gases— que utilizaban para fabricar los tubos
fluorescentes y las lámparas de arco. Todavía apretaba el billete de cien pesos
en mi mano. ¿Habría sido un viaje exagerado, para renovar una única lámpara en una
cancha de futbol? Sabía que aquí me podrían aconsejar correctamente acerca de
la instalación eléctrica del club; en todo caso, tan sólo esperaba que el
circo, en su afán de hacer brillar las carpas, no hubiera agotado todas las
existencias.
La descripción está lograda.
ResponderEliminarTal vez mejore el ritmo del texto si revisás y modificás en algunas ocasiones el uso de pasado imperfecto