« Desde la Nada, durante toda una Eternidad...”
Me
resulta muy difícil decidir por dónde empezar cuando al comienzo no hay absolutamente
nada. Entonces, comencemos por el acto de mi muerte. Cuando me fusilaron, nunca
más se supo qué fue de mi cuerpo, pero tú estás imaginando lo que fue de mí, después
de que la vida abandonó mi corazón, y fui a parar al País de los Muertos.
Allí fue donde conocí a Joseph Conrad. Ambos habíamos
muerto en distintas épocas y bajo diferentes circunstancias, pero igualados por
la condición de fallecidos, no encontramos, después de la vida, una excusa para
no amarnos perdidamente durante la muerte.
Al morir se accede a la Eternidad. En el País de los
Muertos el tiempo se percibe como un fenómeno muy distinto del que percibimos
durante la vida. El pasado y el futuro ocurren en simultáneo con el presente, y
los recuerdos y el olvido pierden entonces todo su sentido; cada evento, cada
acción, cada existencia, se convierten en cosas absolutas. Es por eso que
cuando nuestros ojos, los de Conrad y los míos, se cruzaron por primera vez, en
realidad ya nos habíamos estado observando durante toda una eternidad, y así
nos enamoramos el uno del otro para siempre.
En este contexto, el sexo no era tabú, y a Conrad se le
había despertado algo más que un interés pasajero por la pederastia, en el
sentido griego, por supuesto. Lo que más le llamaba la atención, me confesó, un
poco sonrojado, era todo ese asunto de lo que él únicamente conocía como
“relaciones contra-natura”.
Pero al comienzo mi libido no tenía suficiente fuerza. La
muerte no me sentaba bien. Estaba triste y descorazonado porque no entendía las
razones de mi asesinato; o quizá sí las entendía, pero me despertaban temor y
dolor. Conrad quiso consolarme haciéndome un regalo.
— ¡Vamos de paseo!— me dijo,
y juntos, cargados de mis angustias, nos adentramos en el abismo más profundo
del País de los Muertos.
La oscuridad era absoluta, lo que había allí no eran
sombras, era la Nada misma que nos envolvía y rodeaba como una noche sin cielo,
luna o estrellas. Tampoco había horizonte, ni ningún tipo de referencia
espacial. Esto era la muerte: la ausencia de todo. Yo suspiré.
—Aquí estaremos seguros— comentó Conrad, que me había
traído al punto más recóndito del País de los Muertos para poder obrar sin
vergüenza.
Para el romance, hay que animarse a veces a hacer un poco
el ridículo; Conrad lo sabía muy bien, así que
se había procurado en aquel vacío total un espacio tranquilo donde pudiera decir
piropos y hacer cursilerías sin que los otros muertos que habitaban la Eternidad
se enteraran, y subsecuentemente pudieran hacernos bromas.
Para esta cita, Conrad llevaba puesta una galera, similar
a la que usaría el maestro de ceremonias en un circo. Me tomó las manos y las
sostuvo sobre su mano izquierda, mientras que con la mano derecha empezó a
dibujar círculos por encima de mis palmas, como si estuviera realizando un pase
de magia.
— ¡Damas y
caballeros del público, nos encontramos hoy en las mismísimas entrañas de las
tinieblas!…—En ese no-lugar, las palabras de Conrad no hacían eco contra nada,
así que su voz sonaba fuerte y vibrante.
—Si algo me ha enseñado la vida después de la muerte, es
que hay que saber hacer de tripas corazón…—Conrad se estaba haciendo un poco el
payaso, pero de a poco su mirada se fue hundiendo en mis ojos, sumergiéndose en
mí más profundamente que cualquier oscuridad de
la muerte.
—…así que, aquí mismo, te regalo el Corazón de las
tinieblas.
Se me escapó una lágrima cuando sentí que, entre sus
manos y las mías, de la Nada, se materializaba un librito pequeño de tapas
duras forradas en cuero negro. Se veía la imagen del río Congo y un corazón
ardiente en la portada. Debajo de la imagen, brillaba un título en letras
doradas: "Kitty".
Por un instante, sentí que solamente estabamos viviendo
el presente, y que había otra presencia con nosotros.
— ¿Qué pasa?— preguntó Conrad cariñosamente.
—Nada, algo… o alguien… estoy sintiendo a otra persona...
—Es tu corazón nuevo, que me está sintiendo a mí—Conrad me
rodeó con sus brazos.
—No, no es eso…—contesté con una sonrisa.
—Sí, aquí estamos solos—y
así fue como Conrad se animó a besarme.
Sentí que el calor me retornaba al pecho y de a poco se
extendía por todo mi ser. Mientras nos besábamos, la pasión nos fue inundando y
allí mismo comenzamos a desnudarnos. Rodeados de sombras y envueltos en nada,
hicimos en el vacío el amor, durante cuatro siglos de corrido.
Durante las horas, los días, semanas, meses, años y
siglos de sexo, otra cosa extraña ocurrió. Conrad, de sesenta y seis años,
llevaba una barba gris de unos tres centímetros de largo, muy prolija y peinada
de tal manera que remataba en el mentón con una forma puntiaguda pero, sólo por
un instante, de repente, sus bigotes se ennegrecieron y rápidamente se
volvieron muy finitos y alargados, como si fuesen las antenas de un insecto. En
medio del sudor y la pasión, apenas pude percibir este fenómeno y recién ahora
estoy tomando conciencia de lo que significaba pero, en aquel momento, lo olvidé
rápidamente.
Más tarde, cuando emergimos de las profundidades, Conrad
le contó las novedades a sus amigos, los demás muertos del País. Los que más lo
querían, lloraban a moco tendido cuando Conrad me presentaba ante ellos. Rápidamente,
la algarabía se difundió entre los muertos y por todas partes se fueron armando
grupos reunidos en círculos alrededor de fogatas. Sobre las brazas se tendían
unas cruces que servían para asar unos corderos muy extraños, de patas
alargadas y huesudas, como zancos, y cabezas de trombón. Me pareció que era
ciertamente un animal muy extraño para asar, pero entendía que la función de
aquello era ceremonial, antes que alimenticia, después de todo, los muertos ya
no necesitaríamos alimentarnos nunca más. Así fue como hubo, una vez, una
fiesta en el País de los Muertos.
El País era una planicie alargada, de cantos rodados y
guijarros grises, y tierra negra húmeda que era, paradójicamente, muy fértil.
Si uno miraba hacia la derecha, el paisaje se extendía por cientos de kilómetros
hasta que a lo lejos, unas sierras con distintas tonalidades de roca dibujaban
un horizonte dentado y multicolor. Hacia la izquierda, la tierra y los
guijarros gradualmente se convertían en arena hasta que la planicie comenzaba a
descender en una playa que se sumergía en un océano de color fucsia. Sobre las
olas de espuma violácea, un gran barco de tres mástiles navegaba hacia el
atardecer. Dos de los mástiles del barco eran varas gigantes de nardos,
mientras que el mástil del medio era un tallo de alelíes. Los pétalos de los nardos
y los alelíes eran las velas, que el viento llenaba, y le daban velocidad al
barco. Entre el paisaje, la algarabía de los muertos y el cariño de Conrad
llegué a sentirme muy feliz. Fue en ese contexto, cuando entró en escena el
villano de esta historia.
Ese villano era Dios.
Algún otro difunto, alguna vez, antes de morir, había
sentenciado “Dios está muerto”. Gracias a aquella frase tan simple, este Ser de
atributos tan extraños ya no sería nunca más omnipotente, ni omnipresente.
A Dios no le gustaba estar muerto. La muerte le hacía
tomar conciencia de que su propia existencia no era real. Existía, en efecto,
en tanto se podía hablar de Él, escribir su nombre, leerlo o pronunciarlo, pero
su existencia no afectaba al Mundo Real. “Dios” no era más que una palabra, y
esa palabra tenía el mismo peso en la Realidad que un personaje de ficción. Resultó
entonces que, apenas Dios hubo fallecido, pasó a formar parte del mismo Cosmos
que los demás difuntos, que Conrad y que yo.
Y se enteró al instante de los cuatro siglos de nuestro
amor.
Este sentimiento tan poderoso constituyó una amenaza para
Él. Se suponía que de la Nada, nada debía salir, y allí estabamos Conrad y yo
haciendo, en el vacío, el amor. Dos hombres muertos nos encontrábamos invocando
una demiurgia mayor que la que Él jamás supo ni sabría crear.
— ¡Solo Yo soy amor!—gritaba Dios desaforado, pero ya no
creaba nada y así la Nada ocurría. Dios era orgulloso y, al no comprender su
propia impotencia, se llenaba de prejuicios. Todos sus fundamentos se
desmoronaron y su propio pudor ante la muerte le significó un trauma. Tan ofuscado
estaba que sintió que debía oponerse a la unión entre Conrad y yo.
Esto significaba para Él aprehender nuevos atributos.
Durante los cuatro siglos de Amor, Dios aprendió a usar la magia negra. Él
sabía hacer la luz, convertir la palabra en carne, y manipulaba bastante bien
la resurrección, pero Él quería aprender a producir una reencarnación. No se
podía resucitarme a mí, porque mi cuerpo había sido desaparecido y ni siquiera Él,
en su infinita sabiduría, podía hallarme. Por su parte, los restos de Joseph
Conrad ya se encontraban demasiado descompuestos. Por ello Dios recurrió a aquel
concepto pagano de la reencarnación cuando ideó su plan para separarnos. Dios
se había convertido en el Diablo, y como tal, hizo una travesura.
El Sol ya se había
puesto detrás del barco de las velas floreadas cuando el Dios-diablo judeo-cristiano
interrumpió intempestivamente todas las celebraciones y, ante el pasmo de los muertos,
hizo desvanecer a Conrad de la Eternidad.
Al instante, comenzaron a ocurrir calamidades. Se alzaron
los vientos y se desataron tormentas. Había huracanes en el mar y tornados
sobre la planicie. El barco de las flores se hundió en el océano fucsia y los
pétalos se dispersaron en el viento. Una tormenta ominosa cubrió todo el País y
comenzó a llover granizo prendido fuego.
Dios se arrepintió inmediatamente de lo que había hecho,
pero estando Él mismo muerto, todo lo que ahora podía hacer eran meras brujerías,
y no sabía cómo remediar lo que ocurría. Su travesura había traído la catástrofe
al País de los Muertos.
El abismo más profundo, donde Conrad y yo habíamos
consumado nuestro amor, de repente se convirtió en un vértice que succionaba
todo dentro de sí mismo, y ahora el País de los Muertos entero se hundía en la
Nada y el Vacío. Pero el fenómeno era más extraño de lo que el propio Dios
hubiera podido anticipar. En lugar de verterse todo en un espiral, como si se
tratara de agua haciendo un remolino alrededor del círculo de una rejilla, el
País de los Muertos se ablandaba. La temperatura había subido insoportablemente
y todo, tierra, arena, agua, roca y horizonte se dilataban como un cubo de
hielo que se derretía. Esa masa informe era lo que el abismo de la Nada se
tragaba.
En ese momento me dí cuenta de que eras tú el responsable
de todo esto. De repente, todo tenía sentido. Recordé los bigotes alargados que
le aparecieron a Conrad en el rostro. Eran esos horribles bigotes largos y
encerados que te gusta usar a ti, y supe que aquella presencia que había
sentido, cuando me encontraba a solas con Conrad, eras tú, Salvador. Pero lo
que finalmente me hizo comprender fue la visión del paisaje derretido del País
de los Muertos, que me hizo recordar el óleo que tú llamaste "Persistencia
de la memoria". Sin embargo, en medio de todo aquel caos, no pude hacer
demasiado con aquella epifanía.
La Nada gradualmente se lo tragó todo. Dios mismo fue
devorado en la catástrofe y ahora yo me encuentro sólo, flotando en el Vacío,
aferrado al Corazón de las tinieblas. Eso fue lo que me permitió sobrevivir al
desastre. El libro que Conrad me regaló parecía tener su propia fuerza de
gravedad y flotaba, como el resto de un naufragio a la deriva, imposible de
sucumbir a la succión del Vacío. Todo lo que tuve que hacer fue aferrarme al
libro con todas mis fuerzas.
Mi pena era inconsolable. Dios me había arrebatado el
amor como el fusil, en su momento, me había arrancado la vida. El villano ahora
había desaparecido y ya no quedaban ni siquiera las ruinas de la fiesta. Las
risas y la algarabía se habían terminado, allí tan sólo sonaban mis llantos,
pero ya no había nadie que pudiera oírlos. Recién al cabo de una Eternidad de
tristeza, se me ocurrió leer el libro.
Su apariencia había cambiado un poco. La línea que antes
dibujaba el río Congo en la portada, ahora dibujaba las vías de un tren de
carga, que conducía hacia Auschwitz, y luego a Bergen-Belsen, Alemania. Cuando
abrí el libro, esto fue lo primero que leí:
Espero
confiártelo todo como hasta ahora no he podido hacerlo con nadie; confío,
también, en que tú serás para mí un gran sostén.
Se trataba del diario de una niña de trece años llamada
Ana.
Podía reconocer que el idioma era alemán, que nunca supe
hablar ni leer, pero por algún motivo comprendía el significado de las
palabras. Ana había nacido el doce de junio de mil novecientos veintinueve, en
Fráncfort del Meno, Alemania.
Tan sólo voy a traducirte unas pocas frases de una
entrada del diario, para no extender demasiado la duración de esta carta, pero
necesito que conozcas a esta niña, Salvador, para que comprendas lo que estás
haciendo.
Sábado
20 de junio de 1942
[...]no tengo la
menor intención de mostrarle a nadie este cuaderno cuyas pastas de cartón
ostentan el título de "Diario" —esto es, a menos que encuentre un
verdadero amigo o amiga— Con esto he llegado al meollo del asunto: no tengo tal
verdadero amigo. Por esta razón me propongo empezar un diario.
Voy a tratar de
explicarme con mayor claridad ya que nadie creería que una muchacha de trece
años se siente sola en el mundo. De hecho, sola no lo estoy. Tengo unos padres
amantísimos y una hermana de dieciséis años. Puedo contar una treintena de
camaradas, admiradores en abundancia, que me siguen con la mirada y que cuando
pueden me observan en clase a través de un espejito de bolsillo. Tengo
parientes, tíos y tías queridísimos, un hogar agradable. No, aparentemente no
me falta nada. Pero con mis amigos sólo puedo divertirme, los chistes de
siempre... Parece que no pudiera de veras haber un acercamiento... este es mi
problema. Tal vez me falte confianza, pero en fin, me encuentro ante los hechos
sin que pueda de ninguna manera cambiarlos. De ahí, este diario. No quiero
limitarme a llenar el diario de acontecimientos triviales como lo hace la
mayoría de las personas, quiero realzar la imagen de amiga ideal que tanto he
esperado. Mi amiga, pues, será este diario y la llamaré "Kitty"[...]
Ha ocurrido un fenómeno insólito pero afortunado. Conrad,
con esa payasada de hacer “de tripas corazón”, materializó de la Nada el
mismísimo Corazón de las tinieblas, pero fue una suerte extraña que le diera la
forma de un objeto material, un libro que se titula "Kitty" y que yo
ahora sostengo en mis manos. Conrad se encuentra desterrado de la Eternidad,
reencarnado en una niña llamada Ana. Las entradas de su diario son cartas a
esta amiga imaginaria que se llama Kitty, y yo puedo leer estas cartas en el
regalo que Conrad me ha hecho para apaciguar mi desconsuelo. A través de este Corazón
de las tinieblas, destilado en forma de diario, le puedo seguir el rastro a
Conrad, durante la vida de Ana.
Por supuesto que Ana no está enterada de todo esto, ella
no recuerda su vida anterior. Su vida presente, en cambio, mucho me temo, está
complicándose demasiado y sólo va a empeorar. Es por esto, Salvador, que debo
pedirte que pares.
Pues bien, lo que yo escribo en este diario, esta carta
desde el Más Allá, no está dirigido a Kitty, sino a ti. Quizás así logre eludir
todos los espejismos que has elaborado, y al final te alcance. Quien te habla,
Salvador, soy yo, Federico García Lorca. Déjame decirte que has realizado una suerte
de proeza metafísica el día que te enteraste de que me habían llevado, y,
subsecuentemente, fusilado. La noticia te afectó mucho, y durante toda la
jornada estuvo en tu mente, hasta que finalmente te fuiste a la cama.
Con la cabeza sobre la almohada, cuando te estabas
quedando dormido, el método paranoico-crítico se te disparó, y tu imaginación
comenzó a funcionar en sincronía con el Más Allá. Tanto te había afectado la
noticia de mi muerte, que lo que ocurrió fue que, mientras entrabas en el sueño
y te sumergías en el inconsciente, acelerabas la velocidad de tu imaginación
más allá del pasado, presente, y futuro, alcanzando efectivamente, sólo con las
fuerzas del sueño y del pensamiento, la Eternidad.
Verás, la vida de una persona es una intermitencia en la Eternidad,
todos nos encontramos entrando y saliendo constantemente de ella, y cada
período de existencia real y efectiva, desde que se nace hasta que se muere, es
lo que ustedes allí, en el Mundo de los Seres Vivos, conocen como una vida
humana. De todo esto, yo tomé consciencia sólo después de haberme muerto. Pero
esta noche, medio dormido, tú estás imaginando a la velocidad en que transcurre
entera una vida humana. Al igualar la frecuencia de intermitencia de la
existencia de una persona, logras blandir una alquimia tal que puedes invocar a
los muertos desde el Más Allá.
Déjame decirte que esto que haces es verdaderamente
sorprendente, y te felicito por ello, pero has entrado en contacto con fuerzas
que no puedes controlar. Nada, absolutamente nada, se le puede escapar a la muerte,
y tú no solo me retienes a mí, que no me dejas desvanecerme de tu recuerdo,
sino que, vaya a saber uno por qué motivo, has tomado a Joseph Conrad como el
otro personaje de tu espejismo.
Conrad es para ti tan sólo una máscara con la que
disfrazas tu inconciente para participar de una fantasía erótica conmigo, pero
entiende que has hecho que yo me enamore del fantasma del verdadero Joseph
Conrad. Tu máscara fantasmagórica representa para ti una especie de personaje
en una obra de teatro, pero los actores somos los muertos que tú has invocado. Luego,
te has traicionado, y adoptando una segunda máscara, la del mismísimo Dios esta
vez, me has quitado a Conrad, y al hacerlo te has alejado a ti mismo de mí.
Pero tu pecado no acaba allí. La proeza que has realizado
ha sido reencarnar a Conrad en esta niña, Ana. Ambos, Ana y tú, son
contemporáneos. Tú has nacido veinticinco años antes que ella, pero ella va a
morir cuarenta y cuatro años antes que tú. A pesar de que ustedes no se
conozcan, y no sean conscientes del fenómeno, algo de Salvador Dalí se
manifiesta en Ana Frank. Esa soledad, esa imposibilidad de un acercamiento que
Ana describe, es lo que te impidió aceptarme, cuando hace tantos años yo te
ofrecí mi amor.
Este recuerdo te va a matar, Salvador. Esta noche,
mientras yaces al lado Gala, ella es ajena de lo que está ocurriendo dentro
tuyo y no sabe que tu vida corre peligro. Tu mente se esconde detrás de un
fantasma, y ahora ese fantasma vive en una niña cuya vida acabará en tragedia.
Has convertido tu polución nocturna, tu sueño paranoico-crítico, en una
pesadilla surrealista. Solo yo aquí, en la Nada, sin nadie, ni siquiera Dios,
me doy cuenta de lo que te sucede, porque a fin de cuentas, no soy más que un
personaje de tu imaginación. Tu travesura te va a matar a ti y no me permite
morir a mí, por eso te pido que me olvides y que despiertes.
Estos personajes, Conrad, Dios, Ana, y todos los muertos
que puedas invocar, no son más que engaños que tú mismo te estás contando para
poder amarme sin tener que contemplar directamente tus propios miedos con los
ojos abiertos. En algún momento, cuando yo vivía, y ambos éramos jóvenes, te
busqué, pero en ese momento no te animaste a amarme. De verdad me enternece
mucho comprobar que al final sí me querías, pero ahora, a pesar de todas las
proezas que puedas realizar con mi recuerdo, nuestro amor jamás podrá ser. Nos
hemos perdido mutuamente a través de la vida y la muerte.
Hay otra cosa que te quiero pedir. Soy un recuerdo al que
no permites caer en el olvido. Tú me estas creando, pero no soy carne ni hueso,
y me tienes sólo en la Nada, en este estado tan extraño sin nacer ni morir.
Existo, pero todavía no soy real. Te pido que ahora te despiertes y me olvides,
pero cuando inevitablemente Ana muera y tú te enteres, vuelve a soñar y
reúnenos con tu fantasía. Así me podrás recordar una vez más, y yo podré estar
otra vez con la persona que amo, que es a la vez Conrad, Ana y tú. Cuando eso
ocurra, reencárnanos a todos juntos en una vida más alegre, quizás, una comedia.
¡Despierta, Salvador! »
— ¡Cielo santo!— Salvador Dalí
se despertó con sobresalto.
Inmediatamente, la memoria del
sueño comenzó a desvanecerse, el terror y la fantasía regresaban al olvido.
Antes que todo hubiera desaparecido, Salvador tomó un papel del cajón en su
mesita de luz y comenzó a escribir una trama apurada.
Gala, que se había despertado cuando Salvador encendió la
luz, le preguntó qué diablos le ocurría, a esas horas tan tempranas de la
madrugada.
—Nada, estoy anotando una idea que se me ha ocurrido—le
contestó Salvador—debo contársela mañana a Luis Buñuel.
—Déjame ver...
Gala le arrancó el papel de las manos.
« Federico ama a un
muchacho de cuerpo afeminado que se llama Conrad, que es hermano de Ana. Ana se
enamora de Federico y lo corteja hasta el hartazgo. Como, desde que apareció
Ana, Federico jamás volvió a ver a Conrad, decide casarse con Ana con la
esperanza de volver a ver a Conrad. Pero Conrad ni siquiera ha de asistir a la
boda. A la noche, en el lecho nupcial, Ana se desviste y revela que, desde un
comienzo, siempre fue Conrad disfrazado »
—No es demasiado
elaborado—comentó Gala en medio de un bostezo.
—Eso no importa esta
vez—contestó Salvador, que apagó la luz y volvió a hundir la cabeza en su
almohada—le corresponderá a ellos llenar los detalles.
Excelente relato
ResponderEliminar- por la trama (fantasía y rigor, ya que nunca se pierde por los caminos que se bifurca)
- por la mezcla de tonos (risueño, francamente cómico, poético, dramático)
- por las descripciones, verdaderas ecfrasis de la imaginación
Felicitaciones